jueves, 31 de marzo de 2016

Demora

A veces el decir cuesta o no importa.
Es el silencio la señal
de que es mejor la espera,
que la palabra ya brotará
de lo que ahora
aún se prepara
o es vagamente una canción indefinida.
Decir es la figura y certidumbre
que sólo expresará quien llegue a ella
y la conciba sin esfuerzo
como se llega a la intuición o se entra al sueño.
Callar por tanto es respetar
que se diluya cierta frontera o sima
de lo que queda atrás o más bien no inaugura,
que no conduce en este instante a nada
que sea verdad o tentativa 
diferente y nueva.
Más bien la ingravidez ha de quedar
en el sabor y la memoria.
La palabra no urge a que se diga
y como el agua fluye sola. Está ahí.
Sabe aguardar a quien un día
la toca y hace suya
y entonces siente esa realidad
que se desliza y nombra
con la facilidad de las horas templadas,
las mismas que estos días asoman
y pueblan de color trinos y brasas
las tardes que hacia abril se desperezan.
Callar también es dar
y es la nostalgia
de la conciencia que, al mirar, 
de sí se olvida. 



* (Más de un amigo de este blog me ha incitado a escribir, sin que ello yo lo sintiera como una urgencia o prioridad, ni tampoco, por ese aparente silencio, una pérdida. Cada cosa a su tiempo pues cada impulso encuentra su momento. No sé si este poema responde de algún modo a esa invitación, o si tampoco hace falta referirse y justificar ritmos, ocasiones y prioridades de la vida, ni previsibles ni seguras. Vivir es un azar y mucho mejor hacerlo libre. Lo volátil de todo encierra una lección lúdica. Mientras tanto, nos bastaría, en los momentos más duros, con que la ligereza se sostuviera más allá del deseo y la sonoridad de esta grata palabra.)