En la poesía de Álvaro
Valverde, el entorno donde el poeta vive es una referencia de
identidad y de reconocimiento de la vida en la que este espacio tan
presente y definido en su obra ocupa un papel central que ha ido
configurando, consciente, como un eje, la noción de lugar. Su ciudad natal,
Plasencia, de provincias, pero a su vez privilegiada por su
patrimonio e historia, y afortunada además por el medio natural que
la rodea, es su marco elegido desde siempre para vivir y desde donde
ha proyectado su escritura, con clara referencia a sus coordenadas y
límites. Su correlato espacial en alguien definido por la fidelidad a
este medio y por su voluntad de no abandonar su lugar de origen, son
los viajes queridos o inesperados, a veces a considerable distancia
que surgen. Y esta es la materia de este libro considerado por el
propio autor como la suma de dos cuadernos de viaje. El de Sofía en
2018, para visitar a su hijo que cursaba un Erasmus, y otro más
breve en 2022 a Suiza, con motivo de la exposición Extremamour
donde sus dísticos acompañaban a las fotografías de Patrice
Schreyer, que han dado lugar a otro reciente bello libro de poemas e
imágenes.
Para nada es una novedad este reflejo de otras ciudades visitadas por el autor, en
general escritas una vez vuelto a casa. El precedente en libro es Más
allá, Tánger, trazado de seguido en corto tiempo al volver de
una estancia para reencontrar la ciudad donde vivió su infancia y
juventud con su familia, Yolanda, su mujer, y por tanto poblada de
referencias personales y afectivas sentidas como propias en el relato
de los próximos. Y en los demás libros de Álvaro, muchos otros
enclaves -de los que hacer el inventario sería interesante y extenso-
ocupan apartados y poemas: el sur, de la costa de Cádiz, frecuente
en tantos veraneos, ciudades europeas, españolas, del vecino
Portugal, así como no pocos singulares parajes de Extremadura
poseedores de la misma atracción y raigambre que reconocemos
en otras geografías a distancia. Más también, esos otros viajes
entrevistos en los poemas referidos a sus escritores leídos a través
de cuya obra el autor se ha desplazado a otras latitudes y vivencias
distintas a la suya.
En esta entrega, volvemos
a esa modalidad del testimonio de lo que se ha incorporado “desde
fuera” a su escenario vital al recorrerlos. Importa señalar
también la forma elegida. Aparentemente conversacional, directa,
ajena al ornamento literario, con la apariencia de la no mucha
elaboración, al hilo de una captación rápida, con la voluntad de sostener lo
lírico desde los recursos más sencillos y hasta pobres, bordeando o
arriesgándose en alguna ocasión a lo que algunos lectores llamarían
prosaísmo. Encontramos términos poco transitados por la tradición
poética como parque temático o microbús o un Zara, por ejemplo. Y
el libro discurre en secuencias de una extensión pocas veces
extensa, a veces fragmentaria, como un apunte o un esbozo rápido sin más espacio que el de acoger una sensación o una idea así más realzada, sin acumularse entre otras como sucede en poemas de un aliento más amplio. La unidad de expresión no es el poema
mismo sino la sucesión en conjunto de ellos. Por eso, los poemas van aquí sin
título y numerados para ser recibidos como una parte continua de un
todo, y ser leídos por tanto como secuencias yuxtapuestas de una
serie y no cada uno como un texto independiente cuya concepción
hubiera llevado a una elaboración distinta, de un calado y
profundidad cuyo dominio conocemos por los anteriores libros de Álvaro,
si excluimos el de Tánger, que es otro libro de viaje al que ahora
se une este.
El metro también se
adecúa a esa elementalidad expresiva que aquí se pretende. El
heptasílabo predomina en tiradas ágiles donde enlaza con otros
metros menores e impares y da la mano también a endecasílabos con
los que con facilidad fluye, y en su brevedad transmite un ritmo amable
a lo que se cuenta con aprecio. Es en los poemas más cortos donde
más de una vez el poeta nos deja caer sus impresiones más intensas,
pese a su apariencia de levedad engañosa, bien sea un
destello de la ciudad significativo, caso del poema 32 y otros, o una
confesión íntima con la desnudez del poema 48. Y en endecasílabos discurren poemas algo más discursivos o distinguibles por el deleite de la serenidad.
El Cuaderno de Sofía
ocupa 50 de los poemas del libro. Estamos ante una capital europea sin el
“prestigio” de otras, invernal, visitada bajo nieve y nieblas y
la grisura de una luz que no tiene los matices meridionales
nuestros, una ciudad “ajada”, “deslucida”, con signos de
“abandono”, “tristeza”, de hasta “desolación” y
“miseria”, con "miradas que rehúyen la virtud del encuentro" y vidas
aparentemente vacías y difíciles, donde se sobrevive a la
destrucción y la pobreza de las pasadas guerras y la dictadura
comunista que ha dejado la “fealdad” de su impersonal
arquitectura. Experiencia y lugar que, al llevar al poeta a "mirar más
allá" para encontrar el sentido de las cosas, esta le llega en primer lugar desde la naturaleza -y sus elementos- donde “el frío” es “la
pureza” y las montañas cercanas cuya “sombra tutelar” (...) “nos ampara”.
Hay un momento en que la lectura cuesta porque
es densa la relación de lo que se cuenta y esa vibración exterior
impregna aun sin quererlo las palabras. En cambio el poeta halla en
esta tierra el reposo y la paz de “un paraje del que cuesta
marchar”. Al hablarnos de ella se nos advierte que “Toda vieja
ciudad guarda un secreto. También esta”. Y en su descripción nos lo va a ir desgranando. En la desolación, en el invierno, en los
lugares de retiro cercanos como algún monasterio, en las sinagogas,
mezquitas y templos ortodoxos, en los paseos por las calles y
rincones en apariencia descuidados, en los aromas de los mercados y
en la humanidad con que se trata a los animales hay un relato de lo
íntimo de esa vida con la que sintoniza que le merece la mayor
consideración y así nos lo transmite. Sin grandezas, como todo lo
que ha pretendido este cuaderno, haciendo de lo cotidiano y anónimo
un lugar, aunque querido, que nos deja intranquilos al apelarnos.
Poemas como el 44 simbolizan la imagen global de lo visitado y que ha
marcado al autor y por él a nosotros. Es por eso que la
amenaza de esa nieve al derretirse -”caen / restos sucios de hielo
/ que se parten aún más / sobre la acera”- haga que “por
momentos, / la vida se asemeja / a lo que ocurre.” El poeta,
atraído por lo que ve, sin embargo no se vería capaz de vivir por siempre en este sitio. Aunque sí, de esta ciudad
inesperada, se lleva su brillo “matizado” tras el cual ha
encontrado “una humilde verdad”.
El otro cuaderno, el
suizo, nos deja un sabor más sereno. Se disfruta, “la luz va
dorando las cosas” , la realidad no es lejana a los sueños.
Estamos en un país para nada precario. Surge de un viaje feliz a una
exposición en Grandson, en la que sabemos que se celebra que
“personas de sitios diferentes” se encuentren “en un lugar
donde cualquier distancia se ha abolido”. Sin reparos se nos dice:
“todo es armonioso”, y está luego el encuentro con una ciudad,
Ginebra, deseada y llena de referencias literarias que acompañaban
al poeta lector desde mucho antes. Felices como el recuerdo de Borges
y del ejemplar con su autográfo de El oro de los tigres.
Pasamos de la sensación anterior de “intemperie” y “penuria”
al esplendor que puede contemplarse “sereno y en silencio”. Lo
que no quita que la mirada del poeta se fije en algún jardín
descuidado, y no por eso carente de encanto, en las ventanas cerradas
que le inquietan por la vida escondida tras de ellas, o el recuerdo
de autores que sufrieron y no pudieron evitar el suicidio que les
sobrepasó en esta ciudad como José Antonio Ramos Sucre o Alfonso
Costafreda.
Y como toda escritura es
rica y amplia, y sin que una lectura haya de ser una tarea exhaustiva -sólo cito el tratamiento de la intertextualidad, que se incorpora como un guante a lo propio-, hay, entre líneas, otros detalles para la complicidad
con el lector, como la atención a los ríos -el Perlovska en Sofía;
en Ginebra, el Ródano- cuyos diferentes caudales nos remiten a las
aguas del Jerte que aparecían, al contemplarlas y también como
poética, en El cuarto del siroco.
Todo autor sólido no
escribe por casualidad sus obras. Este libro incorpora señales o
claves que lo identifican. Así se nos dice un axioma que nos
recuerda aquel otro de que nada es ajeno a ningún hombre: “Lejos del
mundo, / estamos en el mundo”. Y esa otra evidencia sostenida desde
su primer libro: “que se hizo la distancia / para amar lo
recóndito”. La perspectiva, el punto de relación y la medida con
los demás y las cosas es otro de los ejes vitales y literarios de
quien nombró uno de sus libros A debida distancia.
Nos relacionamos con lo
que resuena en nosotros y termina siendo parte de nuestro recorrido y
a veces llega a definirnos o a servirnos de espejo y reconocimiento.
Es la lección de estos lugares. Por esto mismo, me refiero a un
afortunado detalle. Lo que sabemos por experiencia que es una
garantía se vuelve parte fiel de nosotros. Es lo que hacemos los
lectores con los autores que seguimos de antiguo. Y es lo que sucede
con la cubierta de Sobre el azar del mapa -título que ya
estaba escrito en un verso cuarenta años antes-, iluminada por una
exquisita ilustración de Salvador Retana, que vuelve a dejar una certera imagen de entrada a los libros de Álvaro antes de leerlos. Esta vez,
ese trazo de apariencia casi inconclusa y como si se deshiciera de
esa catedral bizantina en boceto, nos anticipa la sensación que nos queda de
ese invierno búlgaro y de la melancolía del autor al recordar lo
vivido. Porque al cabo de un tiempo todo lo que fue nuestro se
convierte en distancia. Y al revivirlo nos queda este reflejo que a su vez se diluye: “Silencio y soledad vendrán conmigo”. Sin duda, la
captada y la interior del poeta, la necesaria para contemplar
cualquier sitio.
Sobre el azar del mapa, Álvaro Valverde
Nuevos textos sagrados, 318
Tusquets, febrero de 2022