domingo, 19 de marzo de 2023

Partitura en la tarde

Junto al brazo de hierro de una grúa cercana
ves el vuelo de un ave 
que presagia la lluvia. 
El cielo todo es nubes 
en azules diversos. 
Escuchas al piano una sonata 
con cadencia de adagio de Beethoven
una tarde cubierta
que filtra su caída, que amortigua su avance 
y hace que permanezca su planeo
como único ritmo, sin declive ni origen,
sin otra referencia que el punto entre dos mundos
en que el tiempo se aquieta
en ese oleaje inesperado
de nubes y sonidos con que el aire te envuelve. 
El reino de lo ingrávido 
también es un remanso merecido, 
como es la soledad o el horizonte
inédito que surge por sorpresa 
en medio de un viaje 
y nos sacia en su asalto. 
Refresca el aire puro, continúas mecido
por la cortina de la música, 
tan familiar que es Mozart quien ahora resuena 
y piensas en su vida prodigiosa y escasa, 
en esa ingratitud inmerecida 
de lo truncado e irrepetible que, no obstante, 
sobre el paso de siglos, al oírlo despierta
las cimas de lo íntimo en nosotros
y un sentido más allá de la firme
conciencia limitada de este cuerpo. 
Esto ocurre delante de estampas sucesivas
del cielo de una tarde cotidiana.  
Son luces de una imagen tamizada y continua
contempladas sin más fin que asistir 
a la extraña belleza de esta calma,
la de un cielo con nubes que no pasa
pues cobija sus límites
en el claro remanso
del amparo de un pecho.
 

domingo, 5 de marzo de 2023

Orilla

El hielo quema
el aliento de un pájaro
sobre una boca.

Labios que vuelan
y vuelven aleteo
lo que más buscan.

Llevan la savia
para encender el templo
de cada día.

Como esa vela
ardiendo mar adentro
de tantas cosas.


* (Hay poemas que surgen de una imagen, de un cruce de palabras y de ese ronroneo que como un brote vegetal de la tierra la abre para ofrecer su claridad al sol. La visita del frío en su forma de nieve a la vez en Mallorca y Nueva York con que se fue febrero hizo el resto al cubrir la tibieza. De ida y vuelta selló esta resonancia para advertir que bajo cualquier signo vulnerable se obra la verdad y el misterio de la vida y la muerte con su reto de elevar sobre el tiempo una llama o incendio capaz de perdurar en lo profundo del brillo de los ojos.)
  
 
fotografía de Hilario Barrero, de un paseo por Brooklyn           
                                  

lunes, 27 de febrero de 2023

En el principio

Tendida nieve
asombra a las gaviotas
al pie de marzo.

El suelo es blanco
y el cielo un infinito
que se diluye.

Son las montañas
la silueta de niebla
donde fundirse.

Semeja el alma
la luz de la mañana
en lo que envuelve.


     Vista de Orient. 27.febrero.2023. 
     Fotografía de Pascal Vaugon.

sábado, 18 de febrero de 2023

Sobre el azar del mapa, un canon conseguido



En la poesía de Álvaro Valverde, el entorno donde el poeta vive es una referencia de identidad y de reconocimiento de la vida en la que este espacio tan presente y definido en su obra ocupa un papel central que ha ido configurando, consciente, como un eje, la noción de lugar. Su ciudad natal, Plasencia, de provincias, pero a su vez privilegiada por su patrimonio e historia, y afortunada además por el medio natural que la rodea, es su marco elegido desde siempre para vivir y desde donde ha proyectado su escritura, con clara referencia a sus coordenadas y límites. Su correlato espacial en alguien definido por la fidelidad a este medio y por su voluntad de no abandonar su lugar de origen, son los viajes queridos o inesperados, a veces a considerable distancia que surgen. Y esta es la materia de este libro considerado por el propio autor como la suma de dos cuadernos de viaje. El de Sofía en 2018, para visitar a su hijo que cursaba un Erasmus, y otro más breve en 2022 a Suiza, con motivo de la exposición Extremamour donde sus dísticos acompañaban a las fotografías de Patrice Schreyer, que han dado lugar a otro reciente bello libro de poemas e imágenes. 

Para nada es una novedad este reflejo de otras ciudades visitadas por el autor, en general escritas una vez vuelto a casa. El precedente en libro es Más allá, Tánger, trazado de seguido en corto tiempo al volver de una estancia para reencontrar la ciudad donde vivió su infancia y juventud con su familia, Yolanda, su mujer, y por tanto poblada de referencias personales y afectivas sentidas como propias en el relato de los próximos. Y en los demás libros de Álvaro, muchos otros enclaves -de los que hacer el inventario sería interesante y extenso- ocupan apartados y poemas: el sur, de la costa de Cádiz, frecuente en tantos veraneos, ciudades europeas, españolas, del vecino Portugal, así como no pocos singulares parajes de Extremadura poseedores de la misma atracción y raigambre que reconocemos en otras geografías a distancia. Más también, esos otros viajes entrevistos en los poemas referidos a sus escritores leídos a través de cuya obra el autor se ha desplazado a otras latitudes y vivencias distintas a la suya.

En esta entrega, volvemos a esa modalidad del testimonio de lo que se ha incorporado “desde fuera” a su escenario vital al recorrerlos. Importa señalar también la forma elegida. Aparentemente conversacional, directa, ajena al ornamento literario, con la apariencia de la no mucha elaboración, al hilo de una captación rápida, con la voluntad de sostener lo lírico desde los recursos más sencillos y hasta pobres, bordeando o arriesgándose en alguna ocasión a lo que algunos lectores llamarían prosaísmo. Encontramos términos poco transitados por la tradición poética como parque temático o microbús o un Zara, por ejemplo. Y el libro discurre en secuencias de una extensión pocas veces extensa, a veces fragmentaria, como un apunte o un esbozo rápido sin más espacio que el de acoger una sensación o una idea así más realzada, sin acumularse entre otras como sucede en poemas de un aliento más amplio. La unidad de expresión no es el poema mismo sino la sucesión en conjunto de ellos. Por eso, los poemas van aquí sin título y numerados para ser recibidos como una parte continua de un todo, y ser leídos por tanto como secuencias yuxtapuestas de una serie y no cada uno como un texto independiente cuya concepción hubiera llevado a una elaboración distinta, de un calado y profundidad cuyo dominio conocemos por los anteriores libros de Álvaro, si excluimos el de Tánger, que es otro libro de viaje al que ahora se une este.
 
El metro también se adecúa a esa elementalidad expresiva que aquí se pretende. El heptasílabo predomina en tiradas ágiles donde enlaza con otros metros menores e impares y da la mano también a endecasílabos con los que con facilidad fluye, y en su brevedad transmite un ritmo amable a lo que se cuenta con aprecio. Es en los poemas más cortos donde más de una vez el poeta nos deja caer sus impresiones más intensas, pese a su apariencia de levedad engañosa, bien sea un destello de la ciudad significativo, caso del poema 32 y otros, o una confesión íntima con la desnudez del poema 48. Y en endecasílabos discurren poemas algo más discursivos o distinguibles por el deleite de la serenidad.

El Cuaderno de Sofía ocupa 50 de los poemas del libro. Estamos ante una capital europea sin el “prestigio” de otras, invernal, visitada bajo nieve y nieblas y la grisura de una luz que no tiene los matices meridionales nuestros, una ciudad “ajada”, “deslucida”, con signos de “abandono”, “tristeza”, de hasta “desolación” y “miseria”, con "miradas que rehúyen la virtud del encuentro" y vidas aparentemente vacías y difíciles, donde se sobrevive a la destrucción y la pobreza de las pasadas guerras y la dictadura comunista que ha dejado la “fealdad” de su impersonal arquitectura. Experiencia y lugar que, al llevar al poeta a "mirar más allá" para encontrar el sentido de las cosas, esta le llega en primer lugar desde la naturaleza -y sus elementos- donde “el frío” es “la pureza” y las montañas cercanas cuya “sombra tutelar” (...) “nos ampara”. 

Hay un momento en que la lectura cuesta porque es densa la relación de lo que se cuenta y esa vibración exterior impregna aun sin quererlo las palabras. En cambio el poeta halla en esta tierra el reposo y la paz de “un paraje del que cuesta marchar”. Al hablarnos de ella se nos advierte que “Toda vieja ciudad guarda un secreto. También esta”. Y en su descripción nos lo va a ir desgranando. En la desolación, en el invierno, en los lugares de retiro cercanos como algún monasterio, en las sinagogas, mezquitas y templos ortodoxos, en los paseos por las calles y rincones en apariencia descuidados, en los aromas de los mercados y en la humanidad con que se trata a los animales hay un relato de lo íntimo de esa vida con la que sintoniza que le merece la mayor consideración y así nos lo transmite. Sin grandezas, como todo lo que ha pretendido este cuaderno, haciendo de lo cotidiano y anónimo un lugar, aunque querido, que nos deja intranquilos al apelarnos. Poemas como el 44 simbolizan la imagen global de lo visitado y que ha marcado al autor y por él a nosotros. Es por eso que la amenaza de esa nieve al derretirse -”caen / restos sucios de hielo / que se parten aún más / sobre la acera”- haga que “por momentos, / la vida se asemeja / a lo que ocurre.” El poeta, atraído por lo que ve, sin embargo no se vería capaz de vivir por siempre en este sitio. Aunque sí, de esta ciudad inesperada, se lleva su brillo “matizado” tras el cual ha encontrado “una humilde verdad”.

El otro cuaderno, el suizo, nos deja un sabor más sereno. Se disfruta, “la luz va dorando las cosas” , la realidad no es lejana a los sueños. Estamos en un país para nada precario. Surge de un viaje feliz a una exposición en Grandson, en la que sabemos que se celebra que “personas de sitios diferentes” se encuentren “en un lugar donde cualquier distancia se ha abolido”. Sin reparos se nos dice: “todo es armonioso”, y está luego el encuentro con una ciudad, Ginebra, deseada y llena de referencias literarias que acompañaban al poeta lector desde mucho antes. Felices como el recuerdo de Borges y del ejemplar con su autográfo de El oro de los tigres. Pasamos de la sensación anterior de “intemperie” y “penuria” al esplendor que puede contemplarse “sereno y en silencio”. Lo que no quita que la mirada del poeta se fije en algún jardín descuidado, y no por eso carente de encanto, en las ventanas cerradas que le inquietan por la vida escondida tras de ellas, o el recuerdo de autores que sufrieron y no pudieron evitar el suicidio que les sobrepasó en esta ciudad como José Antonio Ramos Sucre o Alfonso Costafreda.
 
Y como toda escritura es rica y amplia, y sin que una lectura haya de ser una tarea exhaustiva -sólo cito el tratamiento de la intertextualidad, que se incorpora como un guante a lo propio-, hay, entre líneas, otros detalles para la complicidad con el lector, como la atención a los ríos -el Perlovska en Sofía; en Ginebra, el Ródano- cuyos diferentes caudales nos remiten a las aguas del Jerte que aparecían, al contemplarlas y también como poética, en El cuarto del siroco.
 
Todo autor sólido no escribe por casualidad sus obras. Este libro incorpora señales o claves que lo identifican. Así se nos dice un axioma que nos recuerda aquel otro de que nada es ajeno a ningún hombre: “Lejos del mundo, / estamos en el mundo”. Y esa otra evidencia sostenida desde su primer libro: “que se hizo la distancia / para amar lo recóndito”. La perspectiva, el punto de relación y la medida con los demás y las cosas es otro de los ejes vitales y literarios de quien nombró uno de sus libros A debida distancia.
 
Nos relacionamos con lo que resuena en nosotros y termina siendo parte de nuestro recorrido y a veces llega a definirnos o a servirnos de espejo y reconocimiento. Es la lección de estos lugares. Por esto mismo, me refiero a un afortunado detalle. Lo que sabemos por experiencia que es una garantía se vuelve parte fiel de nosotros. Es lo que hacemos los lectores con los autores que seguimos de antiguo. Y es lo que sucede con la cubierta de Sobre el azar del mapa -título que ya estaba escrito en un verso cuarenta años antes-, iluminada por una exquisita ilustración de Salvador Retana, que vuelve a dejar una certera imagen de entrada a los libros de Álvaro antes de leerlos. Esta vez, ese trazo de apariencia casi inconclusa y como si se deshiciera de esa catedral bizantina en boceto, nos anticipa la sensación que nos queda de ese invierno búlgaro y de la melancolía del autor al recordar lo vivido. Porque al cabo de un tiempo todo lo que fue nuestro se convierte en distancia. Y al revivirlo nos queda este reflejo que a su vez se diluye: “Silencio y soledad vendrán conmigo”. Sin duda, la captada y la interior del poeta, la necesaria para contemplar cualquier sitio.


Sobre el azar del mapa, Álvaro Valverde
Nuevos textos sagrados, 318
Tusquets, febrero de 2022

jueves, 16 de febrero de 2023

Estaba ahí

En su rincón,
un silvestre lentisco
me acompaña hace años
con su grácil silueta
de un verde lanceolado diferente
al de las otras plantas que alrededor
se apilan en el patio. Entre ellas,
encinas y algarrobos mallorquines,
un castaño del Jerte, un drago de Canarias.
Los sembré de semillas. Árboles 
que escasamente crecen en su reino
esférico de arcilla, terrenal y algo estrecho. 
Pero son y persisten, con sus hojas caducas 
cada otoño, o en invierno perennes ante el frío. 
Nacieron con paciencia. Esperan un terreno favorable 
donde enraizarse un día y alzar por fin su sombra, 
si pudiera ofrecérselo. Fieles y silenciosos
me regalan su imagen, acostumbrada 
a heladas y a la lluvia, al calor excesivo 
y al sol alto de los meses más tórridos 
sin elevarse mucho de la tierra
en su justa vasija que honran mansamente, 
junto a otras plantas lentas y domésticas. 
Solamente por eso, merece ver alzarse el claror cada día, 
rodar las estaciones por el frío hacia dentro 
para luego asistir al esplendor de lo creciente
tras asomar lo leve que es tan firme 
sobre las yemas de los árboles y el reposo 
extendido del verde de los campos 
donde se asienta la bonanza con el olvido de la nieve. 
Este patio encalado y suficiente 
deja llegar a él el alimento de los días y las noches. 
Acoge algunas flores llegadas en vilanos por el aire. 
Bajan a él abejas y algún pájaro que todavía 
resiste la invasión del cemento en solares 
que hasta ayer fueron su refugio, 
o las mariposas del verano y los gatos
que puntean las tapias. El lentisco, 
tan leve, tan vertical y simple, 
me ofrece su lección. De seguir siendo él sin otro empeño
por encima de lo que son las demás cosas. 
No invade. Y en su claro perfil existe sin que nada 
lo enturbie. Junto a la cal se yergue. Que siga ahí, 
que eligiera este sitio para crecer y acompañarme
es suficiente premio que hoy me instruye.
¿Qué le puede faltar aunque nadie lo observe? 
Nada. Exactamente es. 
Aunque cambie de un modo milimétrico 
al crecer y al llegarle la vibración 
de lo que alrededor sucede. 
Hoy, ante él, recibo de otro modo su presencia 
y un mensaje parece albergar este instante 
que me resuena sin palabras. 
Conmueve el ir más lejos sin movernos. 
Ahora sé que ahí perdura 
para seguir hablándome
bajo la clara luz donde lo reconozco. 
Pues todo lo que hay no es otra cosa que estar y suceder. 
Sentir la voz serena de lo vivo y su impulso 
por encima del tiempo en sus signos 
más sencillos y humildes, 
más fieles y más frágiles. Como el de este lentisco
al ordenar el mundo sin esfuerzo. 



domingo, 5 de febrero de 2023

Corriente

                                    Corrientes aguas, puras, cristalinas
                                                             Garcilaso de la Vega

Escucha el corazón. Nada es ajeno.
Parece palpitar no él, sí aquello
que lo rodea al despertar y hace
fluir la sangre como un lento río
que se escapara a un mar que sube y suena
en el que sobrevive como un náufrago.
El corazón se acerca a lo que vive
y el viento cede y los colores dejan
la sensación de lo intangible y cierto
en donde reposar su aliento y brújula.
Un alcotán hirió el lirio más puro
por acercarlo al cielo más inédito
y derramó sus ojos junto al tallo 
que en sí era vuelo alzado a ras de tierra
dolido de truncar lo que era bello.
La línea de los juncos en el río
semeja en su perfil el día descalzo.
Tan frágil es rozar lo fugitivo.
Tan leve sin volver a ser el mismo.


     El río Ortigas a su paso por el molino de La Boticaria. Fotografía de Antonio Nevado, Dovane. 

viernes, 20 de enero de 2023

Extremamour

 

Ese jirón de nube: una cigüeña               
que el aire frío en el cielo hoy pinta.              

C. M.               

           

 

Cualquier libro abierto, recién salido de la imprenta, desprende un olor que nos predispone a recibir una de esas buenas sensaciones semejantes a la del olor de la lluvia cuando empieza, cuyo don es que, al ser elemental y abrirse delante de nosotros, a su vez nos abre. Extremamour, que la Editora Regional de Extremadura ha tenido el acierto y la agilidad de ofrecer impreso ya, recoge la exposición del mismo nombre inaugurada en Grandson (Suiza) bajo la dirección de Jorge Cañete en La Galerie Philosophique en febrero de 2022, y luego traída a Trujillo en otoño, aunando las fotografías de ciertos espacios de Extremadura hechas por el fotógrafo suizo Patrice Schreyer junto a unos dísticos escritos a partir de ellas por el poeta placentino Álvaro Valverde, en un acompañamiento de viaje interior.

Las imágenes sorprenden por su tratamiento inesperado. Hechas en color, este apenas está insinuado o lo tamiza casi siempre una luz en penumbra donde la oscuridad y el vacío presiden los ámbitos apenas interferidos. La cámara parece querer captar lo que no se hace habitualmente, que se nos figura a veces trasladado de lo que en el antiguo celuloide era el negativo. Hay espacios abiertos despoblados salvo por el punteo de unas aves y hay horas crepusculares del amanecer o el poniente enfocadas desde esa pobreza cercana al desamparo que quien se asome a ella queda atrapado por quien las preside: la intemperie, la ausencia de otros recursos más gratos o templados para huir de sí mismo. Pues el trabajo mostrado es el camino de un asceta, que en su apariencia de despojamiento y ayuno se enfrenta a lo más hondo y queda expuesto a los abismos y la materia tal como sobrevive a sí misma sin otro aditamento.

Álvaro Valverde en sus palabras al cierre del libro, explica de este modo su experiencia: “el espectador (…) se ve desarmado ante una visión inédita”. Son unas fotografías “sin figuras humanas”, “sin gente”, “en medio de una soledad que estremece”, donde “un aire metafísico” es el que atrapa al “silencio” tras el cual está la “paradoja” de que, lejos de “toda ostentación”, lo fotografiado persigue “la verdad” contenida sobre esas mínimas cosas, lo “auténtico”. Por ejemplo, el destello inapreciable sobre la pobreza filamentosa de unas hierbas altas (pg. 35) que geométricamente también tienen su correlato mineral en otras fotografías como la nervadura interna de la columna de una catedral (pg. 34) o el adorno difuminado por la escasa luz de una custodia (pg. 59), que nos traslada al recuerdo de la geometría natural de los cristales de la nieve.

Dar cuenta de algo no es abarcar todas las cosas, ni todos los lugares y cimientos, ni tal vez se podría. Es más bien resonar con una sensación y vivencia que se capta, como en esta ocasión, en el testimonio de un viaje invernal de cuyas ubicaciones se nos da cuenta con precisión de latitud y longitud a pie de página y en la toponimia del índice. La fotografía se centra en esa dimensión del silencio y la inmensidad sustentada sobre unas marcas frías o tibias de colores y en la fisicidad suficiente del relieve de la tierra y del agua, más la presencia viva exclusiva de algunos árboles y plantas, salvo esa ligera lagartija semejante a una grieta en una ventana (pg. 43) o algún ave rapaz distante en la altura (pg 10 y 11). Nadie más respira en ellas.

Los textos poéticos de Álvaro Valverde afloran sin esfuerzo, por sintonía con este “arte pobre” con el que reconoce darse su voz la mano. Son dísticos, ya de por sí concisos y obligados a la mención limpia del aforismo o el destello, que prescinden del ornamento, o de la elaboración complicada, y escritos a partir de una manifestación instantánea no filtrada, suficiente para poder hablar de lo que hay en lo que casi no hay, desde la mera mención o enunciación sustantiva de las cosas. Poética que consiste en nombrar lo más cercano a lo suficiente y necesario, y pretender que el silencio pueble al lector (y primero a quien lo escribe) de esa consciencia y temblor ante lo que se es y se presiente en esa dimensión desconcertante, y hasta desasosegante alguna vez, de estas cien imágenes cuyo total recorrido es una vía purgativa para el que lo realice antes de volver a su realidad de agitación y trampantojos. No es lo mismo leer el libro a sorbos. Aconsejo la experiencia de leerlo completo y sin interrupciones.

Álvaro declara haberse “limitado a acompañar con versos, nuevos o ya escritos en mis libros, esas imágenes”, donde la luz es “melancólica”, “un tanto oscura y, en consecuencia, misteriosa”, en las que ha encontrado la resonancia interior de la melancolía y la tristeza. Su inspiración -y hablamos de un poeta discretamente prolífico- entronca con su voluntad y convicción por el despojamiento, presente ya en su voz desde Una oculta razón, y acendrado en la depuración expresiva de El cuarto del siroco. Lo nombrado en estos dísticos (cuya limitación impide expresar un complejo desarrollo) se recibe con una resonancia de valor absoluto. La libertad, el vuelo, el cielo, las aves... cualquier otro elemento o dimensión mencionados se dan casi sin adjetivos o estos, de aparecer, apenas matizan esa condición natural y no mediatizada de la realidad y existencia, aquí libre y al margen de los cauces habituales donde se busca la atención o bajo cuyo foco generalizado la naturaleza sucumbe.

Son elementos para la contemplación interior de quien sin otro fin y desprendido de lo externo, se encuentra y bucea en ellos y hace ante sí su reconocimiento. Su realidad y descripción es nombrarlos estando solo ahí, delante de ellos, dando voz a un reflejo recogido en nosotros. Ambos, el fotógrafo y el poeta lo hacen, desde el propósito de enfrentarse a lo exento sin intervenir, expresando en lo mínimo lo que están recibiendo. Por eso “No hay nada más concreto / que lo abstracto.” O “La más humilde flor echa por tierra / cualquier tratado en torno a la belleza.” Sumergirse en el libro es un retirado viaje en el que advertimos que “Los tejados ocultan esa vida / que sabemos que existe por debajo.” Y en el que, al fin y al cabo, “Es esa luz que prende en la ginesta / la que al cabo persigo.” Sorpresas, para el lector y el observador sensible, muchas. Alicientes, todos. Las citas que he incluido no agotan la frescura y la pluralidad de esta tarea tenaz de responder y dialogar de cien maneras a cien imágenes que al captar el leve hilo que entrelaza la vida con la muerte sobre lo que parece imperturbable no dejan de inquietar. En el afán de alcanzar la esencia de las cosas, estas fotografías y palabras nos permiten entrar a esos momentos donde no podemos librarnos de su condición, pero sí si querer ir más allá de lo que atrapa el tiempo.



Extremamour, fotografías y poemas a Extremadura
Patrice Schreyer y Álvaro Valverde
Editora Regional de Extremadura, noviembre de 2022