Amapola, ababol,
y por el aire
se hace jardín un nombre,
llama de agua,
iris al respirar
que late,
al ver
su inerme consistencia,
el puro tacto, el fulgor
de los pétalos
aislado o salpicando
esa dorada inmensidad
en donde el rojo
aliento de la flor
delgadísimo existe
como un ala
de sangre o corazón
asomada al trigal
al borde del verano,
a la vez devolviéndonos
del fondo de su cauce
su hechizo en nuestra infancia,
imantada al volcarse
en explorar su fuego blando
similar a una seda
disuelta entre los dedos
o al separar el ojo negro de su sol
del verde aún palpitante
de su cuerpo
desprendido al tocarlo,
y de nuevo
ahora aquí delante
al paso de los años
a la vez nos avisa,
al borde del calor y de lo pleno,
que ahí seguirá naciendo,
vegetal mariposa,
suave tallo de luz,
latido interno
de paz
seguro, amplio
que oír
antes de irnos,
como cada señal
amada de esta tierra.