Delante cada día veo el paisaje
que me acompaña sin sorpresas.
Pues son ensoñación las ilusiones
de que algo nos falta
y ha de venir de lejos como una salvación
para volver a un territorio
que ya no es el de entonces
ni en el que nos espera nada nuestro.
Mas esa expectación nos teje un mito
insatisfecho que divide.
Este lugar, desconocido, no alcanzado por nadie,
posee lo que otros buscan y no encuentran
en sus grises rutinas invernales
de una ciudad devoradora
donde la nada abunda y ellos cumplen
un ritual vacío hacia su muerte.
Yo llegué hasta aquí en el empuje
de unas olas donde el reflejo de los días
llega a quemar indesmayable,
y al roce de los años el salitre se aferra
en el sudor y cada pliegue de la cara
mientras preparo el fuego
o cazo y recolecto unos frutos que tras probar su jugo
dibujo en mi memoria sin conocer sus nombres.
Porque todo poseo y sin embargo
no lo puedo contar ni sé como se llama
cada elemento que descubro
creando para mí un firmamento nuevo.
Por eso, recorro este lugar como el que sabe
que los días lo esperan,
dialogo sin hablar con lo que encuentro,
alzo la vista al cielo y pido lluvia,
o que venga la noche
y percibo que la luna me oye
o veo caer estrellas.
Los días se repiten. ¿Acaso algo me falta?
Un ave cruza y desde lo alto me divisa
con la facilidad que busca el agua
o el ramaje en donde se refugia.
Soy parte de este espacio que nunca morirá
mientras nadie lo pise, mientras el sol
que huye en cada ocaso vuelva a brillar
sobre los cuencos de mis ojos
que hace tiempo son parte de esta tierra
en la que me tumbé a un largo sueño
el día que los cerré para ir tan lejos,
desde donde imagino estas palabras.