He venido hasta aquí en busca de algo,
mi centro estaba no hacia adentro, lejos.
Era una algarabía o un estallido,
un periplo incitante, un vaso roto.
He recogido aristas y fragmentos.
Sobre el lodo la flor siguió brotando limpia.
Era yo el que quedó fuera del vuelo
de semillas y pájaros.
Bajo ellos sentí
un rumor con mi nombre,
una concavidad sumergida sin fondo,
era como un pulmón que almacenaba huecos.
Quise dormir en su abandono tibio,
rescatar un recuerdo de relojes exánimes.
Sentí de nuevo un tacto interrumpido
que me desconocía hostil, incierto.
Caí así en un sueño donde seguía la huella
de alguien al acecho de un dividido rostro.
Un viaje continuo. De nuevo a ningún sitio,
bajo la rotación de los días y los astros.
No amaban mi reposo. Era en vano mi esfuerzo.
Esperé a que salieran
y olvidé ante el ocaso su inclemente designio.
lunes, 24 de marzo de 2014
jueves, 6 de marzo de 2014
A Jaime Chávarri, por El Desencanto
Sé
que respiro y que vive otro,
o
nadie vive,
o
todo yo soy nadie y un destierro,
y
me respiro polvo, y polvo he sido,
y
polvo soy sin ser mis huesos cieno,
y
sé que no he vivido -y tanto...
¿adónde
el aire?- y cuando miro
atrás
encuentro muerte.
Y
sigo siendo obligación de ser pavor,
ninguno,
tampoco tú ni nadie,
más
bien un lodazal, un grito
que
haga daño, un pedestal de humo
y
un silencio angustioso.
*
(A mediados de septiembre nos llegó la noticia de la muerte de Juan
Luis Panero. Estuve a punto de sacar este poema de 1983, apenas leído
por nadie, en el blog, escrito cuando conocí la película El
desencanto -sí, muchos años
después- por tve, en recuerdo de este gran autor. En aquel momento, me sobrecogió la dureza en la que se veían
envueltos y desprenden estos personajes aparentemente privilegiados y
sensibles de esta saga familiar, tan descarnadamente expuesta en ese documental en blanco y negro. Sus monstruos interiores desatan entre ellos una ceremonia
autodestructiva desde el vértigo de lo recibido y lo no recibido,
desde una identidad vivida como conflictiva, y con la exigencia de una
respuesta obligada en una clave -y a la vez su descrédito- de cultura y de arte, de la que escapar tampoco quieren o no es fácil.
Hoy
conocemos la muerte del último superviviente de esta familia retratada
en 1976 por Jaime Chávarri. Asistimos a un periodo de despedidas vertiginoso. La
de Ana María Moix hace unos días tan solo. Y ambas precedidas de la
de José María Castellet, el editor de los nueve novísimos, que se
descalzan de su mito con esta danza de la muerte. Leopoldo María
Panero eligió en su vida una fascinación por los abismos de
difícil retorno. Esta radical elección de lo errático fue su
manera de resaltar el fracaso de todo su alrededor como ejercicio
lúcido e impúdico. En el aire no vio la transparencia o el
aleteo sino el vómito, y prefirió el valor de lo impuro al del cómodo triunfo, de cuya impostura se sabía horrorizado y uncido. Ha muerto,
dicen, solo. Periférico y último. Se le jalea ahora como el loco
admirable y magnífico, pero a mí me asusta el deterioro que vi
siempre en sus incapacidades y en su rostro. No debió de ser para él nada fácil vivir así en esa elección diferente de su recorrido. E imagino un camino complicado y carente de los afectos básicos del que no
es grato o fácil dar medida o cuenta: ¿fue el recorrido de una consecución o un fruto roto? Su retrato y lo que durante años resistió de su cuerpo es una
imagen que hiere. Su inteligencia y sensibilidad actuaron de difícil
espejo. De algún modo, descanse. Porque tal vez, tras su muerte, su
espíritu inconforme seguiría batallando. En el aire ha quedado
pendiente el desgarro de sus inquisiciones y sus reflejos ásperos.)
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