(de Santiago Castelo)
Al abrazarte el mar, sumergido en su orilla,
como tú disfrutabas en Es Trenc tantas veces,
esta isla serena de calas escondidas
y rocosas, poblada de historias susurradas
bajo pinos y olas, brillos de plenitud
y lágrimas de oro, de nostalgias, cigarras
y lunas en jardines de mirto y con aromas
diluidos en canciones de la tierra y lejanas
frente a la tarde inmensa que se aboca a la noche
en el inmenso azul del mar inabarcable,
pasó lo ineludible: todo el silencio hundido,
los secretos sellados de lo que fue pulsión
arcana, impenetrable, como el muro callado
de estas casas en donde sus viejos moradores
se resguardan del frío, del calor y de aquello
que no se dice en alto, te contó en un instante
lo que en siglos sucede y entró en la memoria
de tu piel para siempre, como en un desahogo
sagrado en lo profundo, pues la isla, rendida
como hace con pocos, quiso abrir su misterio
ante ti más recóndito. Porque en ti cabía todo
sin que fuera naufragio. Y en tu atención, de siempre
los colores de un lirio, de un cardo o un racimo,
el temblor de una mano, el rictus de un enfermo,
la penumbra de un claustro o el hilo de un bordado
se quedaban grabados como si fueran tuyos
tendidos como velas o sábanas a salvo
del miedo y la derrota, bajo la lluvia limpios.
Te busco en este suelo emergido que amaste,
que reflejó el verano de tu niñez de pueblo
al sur de una provincia de encinares y surcos;
donde a veces calmaste tu sudor en un pozo
y una higuera con sombra igual a las de Granja;
donde al querer temblaste con la sed de tu cuerpo
por la luz traspasado de un mediodía insomne.
Una isla impensada que aún atrapa al pisarla
a quien sigue acercando sus labios al salitre
y a la nieve que quiere imitarlo en invierno.
Te pienso y me apareces gigante y vulnerable,
con la misma voz fuerte que vibraba al llamarnos
y acogernos solícito como el que cuida a un hijo,
sereno y desvelado por ver crecer su aliento.
Recuerdo tus abrazos y a ciegas me abandono
en aquella ensenada de tu acogida grande
que cesó tras morirte. Quien te acuse de ingrato
no conoció tu inmensa avaricia tan tierna
de cuidar insaciable lo bello y lo minúsculo,
de no olvidar ni un nombre. El tuyo me contiene.
Te llamo, y al oírlo, donde estás nos bendices.
* (Hoy,
11 de septiembre, José Miguel Santiago Castelo hubiera cumplido 76
años. Este poema surgió para recrear su recuerdo a su paso
por Mallorca, isla ya presente en algunos poemas finales de su
Cuaderno del verano (1985), pero asentada definitivamente en
su vida y su obra a partir de cinco largas estancias veraniegas en
los años 80 como corresponsal estival del diario ABC, tarea que en
lugar de devenir en una labor desubicada e incómoda condujo a que la
personalidad rica y gozosa de esta isla se uniera para siempre a su
vitalidad afectiva, a tal punto que él muchas veces sintió ante sus
campos la sintonía mediterránea de los mismos paisajes amplios
de Extremadura, y a la vez, en un sinfín de ocasiones, numerosas
familias de la isla de toda condición le abrieron su cordialidad
acogedora como a un hijo o a un familiar que llegado de lejos se hace
merecedor y depositario de todos los valores, identidades y
costumbres de una sociedad minuciosa y tranquila que hizo cesar al
tiempo en su calma dorada laborando la tierra. Siurell (1988) es el
testimonio poético de esa estancia que convirtió, por su receptividad amorosa, a esta isla en otra más de sus patrias afectivas y
estéticas. Siempre he dicho que su lectura fue el pórtico inesperado a mi posterior llegada a esta isla a
principio de los 90. Habrá un día -y lo espero- más allá de mi paso sobre el relieve de Mallorca, en que el perfil y la
sensibilidad de Santiago Castelo siga secretamente resonando como
parte inseparable de esta tierra en los versos que entonados por
cualquier mallorquín ni se deshacen ni desaparecen, cercanos e invisibles como es el alma, y que hoy invoco en su canto sentido y
poderoso.)