como las de las tardes de retorno:
dos instantes y un ambiente.
En un gran prisma de silencio
buscaron sus espejos
y sobre un mismo lienzo se trocaron:
quedó rota la indiferencia.
Eran la transparencia de su imagen
y sus etéreas sombras se cruzaron flameantes.
Tan sólo en un instante de ansia inmensa
un sentimiento como el hierro incandescente
dejó el labio sangriento por el beso
y un amplio latigazo marcó el seno.
Y sobre el eco, el cuello sintió miedo
y restalló ante el abrazo de su cuerpo.
Un amor denso
sonó en la rabia de su escalofrío,
ciegamente.
* (Este es el poema de Corro más antiguo del libro y uno de los más apreciados por Luis Arroyo, que lo conoció en el primero de aquellos tres años en que fue profesor mío de bachillerato en Don Benito. Si algo tenía aquella escritura era la inmediatez de su impulso no sometido al control de unos conocimientos y técnica que algo después sí que condicionaron el posterior ejercicio, hasta que de nuevo concibes desprenderlos del momento creativo. El oído, la intuición, la importancia de las imágenes modulaban esta sensibilidad a través de lo amoroso y lo erótico presente en buena parte de la escritura de aquella inicial edad en la que irrumpía así la afortunada identidad de este territorio. Por la temprana edad a la que fue escrito y el mundo que salva, se demuestra que la escritura, cuando es clara y espontánea como sucede con la naturaleza, permite una intemporalidad a la que acudir siempre, a mano de cualquiera otra edad y circunstancia.)