domingo, 30 de diciembre de 2018

Notas para un preludio a fin de año

Cuando nada se pierde,
tampoco nada falta.
Y nada inquieta.
Resuenas con el centro de las cosas.
Percibes donde empieza el ir más lejos.
El tiempo acude intacto
a los pies del presente.
Descubres lo que aflora
en lo inmediato,
asistes al arranque
de los brotes de invierno.

      * * * * * *

Olvidar y sentir.
En la palabra
la música 
esperaba
desde adentro.
Donde el mundo callaba
era posible
el vuelo de los nombres
y lo físico,
el principio
y el canto.

      * * * * * *

Dame la mano. En ella
sobre tu palma soplo.
Como un vilano
el cielo puebla
de colores el sueño.
Debajo de los árboles,
al temblor
 del espacio,
el aire se humedece 
al cruzar una fuente.

      * * * * * *

Elige un rayo 
de sol para la noche.
En él te llegue
el trinar de las aves
y el rostro de la tarde
cuando torna a los ojos
su ópalo menguante.
Allí crece el remanso,
hacia el fondo del iris,
donde la nieve duerme.

      * * * * * *

Por debajo del sueño,
al rumor de la sangre
y el pulso del aliento,
respira un cuerpo.
Se mece su silueta
varada en una imagen
de quietud intangible.
¿Quién conoce
a un paso ya del alba
su luz de dónde viene?
¿De qué lugar perdido
nos cautiva el misterio
que en el reposo late?
Como dioses humildes
son frágiles sus pasos.
En sus manos la bruma
al surgir se disuelve.

 

* (Al igual que nos extrañan los periodos de silencio, otras veces pensamos por qué nos vienen los poemas cuando nos vienen y qué relación tienen con nosotros y hasta qué punto vamos a sentirnos cómodos al leerlos tiempo después, o van a dejar testimonio de algo, de un ideal, de un propósito. Cambiamos tanto a diario por milímetros que la extrañeza es casi natural en breve espacio. Al menos fueron escritos para cruzar mejor el mundo y, al perfilar una sensibilidad, aprender de uno mismo y entender el reflejo de algunos elementos contemplados. Un ejercicio de aceptar cada día lo nuevo. Es fin de año; desde la benevolencia de valorar nuestro esfuerzo cotidiano -y escribamos o no-, espero que todo lo pendiente que queremos siga encontrando su lugar y nos resulte más cerca el año próximo.)
 
 

domingo, 23 de diciembre de 2018

Homenaje

Chopin en Valldemossa,
su salud no remonta pese a tanta belleza
que invernal le recluye en la Cartuja.
Su herida juventud
en una isla de ensueño
aún no hollada, incólume,
hacia mil ochocientos treinta y ocho,
a un palmo de la culta Centroeuropa,
le arrastra sin descanso.
Pese a volcarse en nuevas piezas,
su enfermedad le humilla,
rasga su respirar y le derrota.
Setenta años después,
Ruben Darío
sigue anegado en lágrimas
frente al mar de Mallorca.
No frena su indefensión
la imagen prodigiosa de la isla,
del oro de la isla donde encuentra
la calma de pensar recontando sus años,
y la describe mítica, en la fe de su estética
que vence a su zozobra.
Parece que el dolor fuera mayor
que la belleza. Un piano melancólico
y unos cantos profanos
aún siguen transmitiendo
tal prodigio. Algo vence a la muerte
que tampoco destruye el sufrimiento.
Ambos, desde rincones que vivieron, 
son en mí, los recuerdo. Y me han hecho más libre.
Llego a sus partituras y métrica pagana.
Me expongo, vulnerable, a su tos y a su pánico.
Junto a un arco de piedra
y un viejo tamarindo
me vienen las imágenes de una mujer y un lecho.
En la copa del cántico, el liquen plateado
del final de aquel tiempo da al esplendor que escucho.
 

Estatua de Rubén Darío en el Passeig de Sagreda de Palma 


Escudo de una casa del Carrer del Mar donde pasaron, como reza un cartel, sus primeros días Frédéric Chopin y George Sand al llegar a la isla.
       

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Vigilante

Estas mismas estrellas
que en silencio coronan
la noche despejada de este invierno,
hace miles de años
también nos contemplaban.
Con idéntico asombro
nuestra fugacidad repite
la escena tantas veces
desplegada en el orbe
y anterior a nosotros
que en esa confluencia
alguien siente al mirarla
un oasis extraño,
y estremece lo frágil
de esa fugaz consciencia:
el sentirse tan lejos
siendo una parte suya,
el latido que orbita
ajeno a su memoria.
Similar a un destello,
lo oscuro nos desvela
la inclemencia del mundo,
el olvido que guarda
el nombre de las cosas.
 

sábado, 8 de diciembre de 2018

El cuarto del Siroco, una lectura

El cuarto del Siroco, Álvaro Valverde
(Nuevos Textos Sagrados, 303,
Tusquest, Barcelona, octubre de 2018)

Esta última entrega poética de Álvaro Valverde es su décimo libro de poesía si contamos desde el inicial Territorio (1985), que hace tiempo su autor menciona sin arrancar desde él el conjunto de su obra canónica, salvo por el poema de cierre destinado a Eliot; por tanto, una dedicación central, no episódica, sostenida y consciente extendida más allá de tres décadas de uno de los autores más conocedores, y a la vez sólido, de nuestra actual lírica. Libro materialmente cuidado y a la vez más voluminoso respecto a los anteriores, que lo convierte en un proyecto minucioso y denso, -75 poemas, si bien buena parte de ellos algo más breves de lo usual en las entregas anteriores-, y que se hace querer desde la portada con la inspirada y sugerente viñeta del pintor Salvador Retana que, amistad personal y literaria por medio, vuelve a colaborar así en la edición de un libro de Álvaro Valverde, quien en una cercana presentación ha calificado este dibujo como el primer poema del libro.

El libro, desde que fue anunciada su aparición un año antes, nos llegó a algunos de sus lectores envuelto, a través de las manifestaciones públicas y privadas de su autor, con reservas sobre su resultado y efectos, como aquel que previene de algún fruto inseguro o menor, lo cual para nada obró en perjuicio de su lectura pues esto no dejaba de ser una manera humilde y comedida de protegerlo y salvar así su entidad y su logro; o bien, una muestra del rigor de trabajo, que comparto, de no conformarse con el halago sincero y correcto de los lectores y amigos, sino con la última e íntima convicción de haber acertado, depurado, construido del mejor modo posible cada poema y el libro, en su conjunción y sentido, es decir, desde la conciencia exigente que regala, cuando es y llega, la sensación espontánea de lo conseguido.

Más allá de la expectación entendible y no exenta de emoción acerca del modo en que iba a ser recibido, presentimos -y participamos, pues, antes de recibirlo- de esas dudas acerca del acierto de su tono emocional, sobre el pulso de la creatividad al cabo de los años, sobre su propia entidad como libro unitario, que más bien eran y cabía considerarlas como un ejercicio sincero y sensato de un autor muy consciente y reflexivo de su obra, tanto en la decantación de su forma y lenguaje como en la de su construcción, enfoque y sentido.

En cambio, una vez con el ejemplar ya en las manos, la experiencia de entrar en su lectura no dejó de ser una sensación de escritura en conjunto placentera y renovada, pues esa diferencia de hasta mayor cuidado en la edición del propio sello Tusquest respecto a libros anteriores como Ensayando círculos o Desde fuera, constituía parte del logro de esta entrega. Ante todo, el lenguaje concreto y limpio de Álvaro Valverde seguía desde el arranque identificando el hacer de este autor sin el menor desmayo. La emoción del poema surge de esa misma concisión depurada capaz de describir en nítidos trazos cualquier detalle de su entorno integrando a la vez antes del cierre del mismo el hallazgo del modo de mirar o la vivencia, reflexiva también, en la que como propósito consciente evita recurrir a soluciones de alarde recargado o efectista. No es una poesía que opte por el virtuosismo sino por una elementalidad expresiva -usar las palabras cotidianas- incluso llevada a más, con sus riesgos, en algunos de los últimos poemas del libro. El autor ha hablado recientemente de su predilección por el “lenguaje pobre”. El hallazgo lírico del poema está en la captación de los detalles de la realidad descritos desde una mirada singular consciente del sentido del tiempo. Y en el ritmo de estas composiciones, más inclinadas hacia el metro breve, no sólo se concreta en unos frecuentes, logrados y no pocas veces muy bellos heptasílabos sino en algunos ejemplos de una grata combinación de estos con el endecasílabo que aportan una agilidad renovada sobre el reconocible ritmo y cadencia valverdiana, también presente en poemas de este libro, y tan capaz para ese poema habitual suyo de amplio aliento, reflexión y acopio.

Otro elemento sorprendente y constitutivo de esta obra concebida como refugio poético contra el tiempo -donde la experiencia del que escribe permite un espacio a salvo para el lector y el poema concede un recurso lleno de humanidad por el testimonio personal que recoge y su reflejo del mundo- es la presencia admirable y lograda de no pocos poemas inusualmente íntimos, de una confesionalidad tan abierta y honesta como delicada. El papel acoge sin reserva la longitud del riesgo y el sabor y medida de lo vivido, como cuando nos deja las sensaciones internas de esos logros vitales material o espiritualmente recorridos, o el reconocimiento de los seres cercanos desde la verdad de ese acompañamiento, algo que en este libro abarca no sólo el territorio familiar y amoroso sino el de los amigos homenajeados y próximos a pesar de la muerte -Ángel Campos Pámpano, Santiago Castelo, Ricardo Senabre, Fernando Pérez González...-, pues el autor reconoce que no sería “el mismo sin tenerlos”. Pese a ya no estar, sabemos que parte de lo que somos es por ellos, y el presente permite que si por el recuerdo permanecen, ahí, desde esa intemporalidad, ellos nos viven. Frente al Siroco, se alza la voluntad y la conciencia. Y mucho más cuando la causa son los otros.

La zozobra del autor ante el desgaste de vivir a diario es expresada en estos poemas a amigos o de carácter amoroso en un equilibrio y un tacto admirable, procedente de un alto modo de concebir a estos seres queridos como partes imprescindibles de sí mismo y, por supuesto, es producto de un especial don poético concretado en el modo de decir y sentir que aquí va sin más filtros que la mención de la verdad interior y el impacto de lo mínimo. Como sostiene y recordaba hace poco Fernando Aramburu en un artículo, lo poético es aquello que va más allá de la propia escritura canónica del verso y puede transcenderla, máxime, como ahora, cuando proviene de decantadas actitudes, estados, perseverancia y retos que nos llevan hacia la verdad de un modo sostenido y tácito, “hacia adentro”. La intimidad personal, no la de los espacios, había hecho su eclosión, sin demérito alguno, en el precedente Más allá, Tánger, donde ambas, como aquí, se suceden. Ahora, en El cuarto del Siroco, continúa aflorando sin pudor o reparo intelectual que la desmerezca, sino al contrario, e invita, en su elementalidad de lo breve e intenso, a recordarla incluso sobre otros poemas más complejos.

El libro se despliega así en su avance y desarrollo -y eso es también una modulación ante otros anteriores-, como un diario poético donde aparecen distintos materiales que se combinan y alternan: estampas de paseos por rincones urbanos de Plasencia, las veredas del río, el entorno de los valles y sierras, aves como los mirlos que cruzan este libro y tanto llamaron la atención a lectores sutiles que nos los señalaron antes de leerlo... El poeta nos habla de ese gusto -ya antiguo- por los lugares que parecen perdurar más allá de lo deletéreo del tiempo, tan consciente ahora mismo. Destaca esa declaración del espacio como un "presente eterno". Y el autor halla la clave: "Tal vez por eso escribo / acerca de lugares. / Sitios donde la muerte / simplemente es más lenta." Pero a la vez aparecen otros enclaves igualmente vividos o definidores de quien los describe, desde el admirable poema a las calles de Azuaga, a la memoria del sur con sus palmeras agitadas por el levante del litoral de Cádiz, o ámbitos más lejanos rescatados a través de figuras recreadas en primera persona o desplegados desde las lecturas capaces de saciar la aventura vital de este viajero inmóvil -por usar el feliz título de un poeta como Javier Dámaso-, y diría que incesante, que es todo lector ávido. Los cuales conocen cómo el mundo les llega, y sus seres, con sus zozobras e inquietudes, a través de su esfuerzo relatado en los libros. Y así la escritura es el diálogo permanente a salvo del Siroco aun en las peores circunstancias.  

El cuarto del Siroco combina los espacios interiores de la reflexión de un hombre que camina poco antes de los sesenta años hacia ese tercio postrero de la vida y expresa su respeto ante el adelgazamiento del tiempo y su capacidad de vencernos por encima de balances y logros (la vida camina hacia su final, casi sin darnos cuenta), y se sabe deudor de su vieja tendencia al pesimismo, la melancolía y el miedo, y lo hace junto a otros espacios luminosos o diurnos, externos, donde las formas y elementos representan el rastro de una identidad elegida en el entorno, recreando las señales y el trazo de la vida que nos queda en los labios. Sobre todo es un libro diurno, sometido a la claridad de la luz y al relieve concreto -léase No humo- de los elementos del mundo, en especial el propio.

El gusto de Álvaro Valverde como lector por la literatura confesional y diarística tiene aquí su propio reflejo poético, y el modo en que se enhebran los poemas responde a esa heterogeneidad de los múltiples estados y tareas que atendemos, nos suceden, asaltan y nos interesan a lo largo del día, y nos deja la suma de un devenir concreto o un mapa de la vida en su diversidad de componentes. El libro sucede como un abanico gradual de elementos que constituye el vivir a lo largo de un tiempo, en esa soledad acompañada de la escritura compartida que recoge lo que se ve, se estima, se reflexiona y se valora. En esta preferencia por los espacios sucesivos y cotidianos nos llegan los escenarios del autor desde su cuarto de lector a las calles de su ciudad y por extensión de otras ciudades y ámbitos naturales que le rodean e identifican.

No es un libro más, ni tampoco es un libro menor o de transición. No estaba escrito -y menos así- antes. Su factura, si algo tiene de diferente, no atiende a una exigencia más relajada o de escritura menos sistemática. Es más bien que el trazo germinal de este libro se da desde estas referencias personales: el entorno, las personas cercanas y las propias sensaciones. La renovación poética que antes he mencionado llega también en la factura de poemas dispuestos en prosa, Una elegía, Mujeres o Noche por ejemplo, que aprenden a alejarse progresivamente de una rítmica métrica. Por suerte, el libro tiene una riqueza de matices y elementos que sin pretender aquí agotar esperan la atención de sus lectores, porque hay una variedad, hacia adentro y afuera, de motivos tratados con la espontaneidad de lo que es un recorrido vital y por tanto sucesivo. Y así se presentan los poemas en un todo continuo no separado.

Llamativa es la presencia del agua a lo largo del libro que discurre desde el primer poema o sirve para trazar una poética -”tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed”- y cruza páginas con su claridad, su genésica fuerza y su misterio. Aguas y cauces que brotan y pasan pero nunca acaban -”duran”- y permiten la permanencia del relieve de la vida y el tiempo. O el elogio de la lectura, del saber. O los espacios rescatados desde la perspectiva inusual, como el elegido para un Cáceres enfocado de otro modo, o el minuciosamente rico como en Évora, que se nos presenta bajo el sabor de lo intensamente vivido, anhelado e identificador de un concepto de vida volcado hacia el conocimiento y el alcance del mundo por los libros. El paisaje no sólo aparece desde la amplitud de los espacios abiertos, sino a través de lo menor muchas veces, de un elemento singular -los árboles, las aves o las piedras- y dota al libro de una sensación pictórica de estampas salvadas por la imagen de las palabras, no pocas veces desde una mirada inédita. Así, de un viejo cerezo aprendemos que “Su grueso tronco / no se aferra a la tierra: / la sujeta.”

Y ante todo la reflexión, en cualquier momento o unida al lirismo, pues el hombre que mira -el autor- no deja de concebir y captar su experiencia y de reconocerla al valorarla. Destaca la reflexión esbozada en numerosos apuntes rápidos, no sólo en los poemas donde su extensión acoge mejor lo meditativo, pues en los poemas de metro y extensión breves se encuentra este rasgo testimonial de sentir el transcurso como una pincelada más que completa el dibujo en la imagen captada del presente.

Si se me permitiera una discrepancia ante la alta lección no pretendida de este libro, y que merece la pena anotar y extender en nuevas relecturas, yo señalaría la extrañeza ante la elección del poema final que más bien hubiera situado en otro emplazamiento por la intensidad o crudeza de sus afirmaciones. Lo que abre y cierra un libro tiene siempre su valor de declaración y balance. Al llegar a este poema se da un choque inesperado y no deducible de todo lo leído antes y, como conclusión de esta obra, tal vez cargue en exceso la sensación de lo adverso, de ese Siroco, que de este modo no deja de soplar ni queda ajeno a quien lo escribe. Porque el soplo devastador de este viento para quien lo reconoce y el lugar desde donde sopla termina siendo una raíz o un pozo interno propio, no percibido desde fuera como el paso de las estaciones y de los cielos, sino desde un pulso periódico interior en su manifestación, requerimientos y sus ritmos. Y de hecho, por poemas como este, vemos que la concepción del poeta de lo externo transmite un bienestar y comprensión superior, diferente al enfoque mostrado aquí de desolación hacia dentro. La vida, en sus elementos expuestos en este libro, es positiva en un grado mayor que el peso percibido por el autor de sí mismo.

Si poco antes en el poema Así se nos había dicho que “la luz, la brisa, el agua / favorecen la idea / de que la vida es dulce, / sereno este vivir ante el abismo”, y quien había dicho antes “que no todo perece, / que otra vida es posible”, en este autorretrato de cierre nos fustiga con una impresión más amarga y no desasida de un inevitable fatum. Frente a lo que hacia afuera elevaba o redimía, hacia adentro el autor siente un claroscuro no resuelto: “la muerte se le acerca”, en lo que hace no ve “más motivación que la costumbre”, se “camina con un turbio pasado a las espaldas”, se contempla a sí mismo como “el que ignora que existe la alegría, el porvenir”, y hasta “el amor sólo es quimera”… y quien al menos “resiste sereno la intemperie” sin embargo “no consigue ni darse por vencido”. El cuarto del Siroco al cerrarse de este modo no esconde la sensación pesimista de un hombre desprotegido cuando se queda a solas con el viento dentro de las rodillas. Otros refugios han complacido previamente al mismo personaje, claustros, jardines, libros, calles, así como la amplitud y frecuencia de los cauces y al fondo las montañas en cuyas cumbres cifra la serenidad del misterio en que hubiera querido con más frecuencia -como en el deseo ascético de fray Luis-, elevarse y, de hecho, se serena, se eleva.

Hay más lecturas posibles si se miran otros detalles que aparecen y se despliegan variadamente dentro de este libro tan grato de leer como minucioso. El autor en sus tres citas iniciales ha declarado el juego sin reservas del ejercicio de testimonio personal que entrega: “la poesía es la meditación de la vida” (Kenneth Koch), “hay demasiado de mí en mi escritura” (Anne Carson), y -aproximada traducción- “sentí en mi piel Sirocos”(Emily Dickinson). En los 75 poemas que modelan el libro no hace más que confirmarnos lo antedicho. Podíamos añadir una afirmación más tras cerrarlo: “y en mí habita el Siroco”. La sinceridad del poeta es tal que no finge los momentos teñidos de este modo pese al trazo concreto y luminoso de los espacios, elementos y vivencias participadas de su mundo.

Al final, la escritura y la vida conducen a uno mismo, y la palabra es el cauce que expresa y une todo, y comunica. Hay quien descubre la plenitud de su transcurso en la escritura y desde ese lugar se entrega, organiza, comprende y justifica su vida, quizás así más a salvo de nuestra naturaleza temporal y fugaz de la que nadie, por fuerte y feliz que sea, es capaz de escapar y salvar de la muerte. En la tinta se guarda la resistencia y las formas sensoriales y físicas de quien, desde su clara identidad y lucidez con las palabras, espera y nos describe con la luz de los días el lugar elegido de su vida y su casa.

No estamos ante un buen poeta más, sino ante uno de los que desde hace muchos años nos acompaña y cuya palabra y esfuerzo aún siguen explorado las sensaciones fundamentales de la razón de escribir y de entender la experiencia de la vida y el tiempo.
 

  

sábado, 20 de octubre de 2018

Ira

Recorta la angustia
un barco dorado
dentro de la niebla.

Tras de la tormenta,
destellos y ráfagas
de un lodo que inunda.

Atruena sediento
el roce imprevisto
de un golpe de agua.

En la mano fría
la mortal cosecha
de un pozo de sombra.

El barro renace
de lo que fue ciego
caudal de materia.

Vida sumergida:
todo se reduce
a un duelo que arrastra.

Un sueño sin aire
preludia la nada
de rostros en fuga.

Sobre la memoria,
la flor amarilla
de lo que no queda.

Extraña penumbra
desciende en un cauce
dorado que daña.
 
 
* (Este poema respondió a las graves inundaciones sufridas en Sant Llorenç des Cardassar y su comarca el pasado martes 9 de octubre, en ese repentino y desbocado diluvio y río de lodo que arrasó cuanto pudo, incluidas esas vidas frágiles truncadas como un soplo. El desorden y destrozo del barro semejaba la informe conmoción de un azar asesino que alteró para siempre el tranquilo sentido del otoño, cuyo curso sencillo era hacerse más verde en los días más cortos.) 
  

miércoles, 29 de agosto de 2018

Altivez de La Palma

Frente a la magnitud
de lo no compartido:
la cristalización
mineral 
de las horas,
la soledad
que oxida
su cuchillo
incisivo,
la corteza amarilla
de las mudas palabras,
y
porque sólo la muerte
perdura 
en su desgarro,
ha de soplar el viento
muchos años y noches,
muchos cielos y espacios,
mucho abismo y silencio,
antes que nada pueda
arañar esta tarde
y borrar sus reflejos
de arbolada corriente,
el rescoldo profundo
de cada movimiento,
o cegar el destello
vertical de los bosques
aquí donde,
retenido en los pétalos,
el océano sucumbe
al latido terrestre
de un sol negro y volcánico.
 


martes, 21 de agosto de 2018

Poniente

Traspasa el mar
un pájaro de fuego
hacia el ocaso.

Su vuelo llega
y arde sobre la voz
del horizonte.

Cuando se hunde,
un líquido topacio
inunda el pecho.

En la penumbra,
tras el humo salobre
se borra el aire.
 

                           fotografía de Carlos Marzal, tomada de FB

lunes, 13 de agosto de 2018

Faltaba su lugar

Bastaba con sentir.
No hacía falta hacer nada.
Ni siquiera palabras.
Era el lugar
en el cual
ves llegar
las gaviotas
y flotan como voces
restos de algas.
Salí del mar
para extender mi cuerpo,
felizmente empapado,
recibiendo la brisa,
a ras de arena.
Respirando 
del sol,
brillante
sobre quienes
también lo recibían
desde la espuma de las olas
y el salitre esencial
al mediodía.
Te entregabas
a la quietud del movimiento
a la vez que, crecida,
en el rumor del mar
cada señal
brillaba sin cadencia.
Y era todo al alcance
a un lado y otro,
en lo que ves y sientes,
te rodea y te impregna,
fuera y dentro.
De modo que en silencio,
oyendo el palpitar,
el cuerpo adquiere
el vigor de la roca,
la flexibilidad del verde
de unas plantas
alzadas justo allí
en las aristas
en vertical sobre las olas,
o cualquier sensación
abierta en el espacio
a esa hora de humedad y destellos,
aérea como cumbre,
en donde el interior se abisma
en lo que existe con derroche.
Porque llega a doler sentir
tanto fulgor como pureza.
Todo colma a la altura
en la que lo que ves
se transparenta
y se revela en las formas
plenas de claridad
que hasta a ti chocan 
para permanecer aquí y ahora
no sólo un tiempo justo y limitado
sino más, cuando quieras.
Ese era el regalo que sabías:
que el sol no cesa,
ni el aire nunca falta,
ni tú vas a perder apenas nada.
Lo que anhelas, recíbelo.
Sin ti faltaba su lugar, el centro 
capaz de su memoria,
la consciencia
por la que el mundo
es mundo
y, de repente, sin vuelta,
te asombra 
sobre el tiempo
que detiene su marca.
Ahora ya en ti, la luz
entiende y puede verse
en el sentido que guardaba
para ti cada cosa
y ser por eso incluso diferente.
La vida estaba ahí,
sin medida y sencilla,
en esa invitación a descubrirla
como el que deja que la nieve
le incendie
la sed de la inocencia,
la voluntad de inaugurarla.
Y ahora te toca,
en el correr del agua,
no decirle que no,
pues todo está y lo ves
lejos de la separación
del dolor y la ausencia,
de lo que era en el rostro
la cicatriz profunda
de lo que se perdía
y limitaba, y ya
no importa.
 

domingo, 5 de agosto de 2018

Latitud

Ser mero espectador.
Celebro que tú existas.
La humana geometría
que despliega en el aire
la curvatura ágil 
de unos tonos intactos
serenos de belleza.
Como el brote que elige
arriesgado en lo árido
ser así y valerse
de la luz simplemente.
No cuesta contemplarte.
Y cada vez que paso
junto al verdor que lame
la humedad de la tarde,
en su color reside
la bondad de una fuente.
Su figura es pericia
sostenida en lo mínimo
de vivir sin declive.
En tu mirada extiendes
un frágil universo
labrado en lo minúsculo
de un mundo inmarcesible
que pocos más conocen.
De la delicadeza
una casa construyes.
Sin embargo, tú eres
su último reflejo.
Puedo oler los jardines
que leyeron tus ojos
y vivir de otro modo
un sinfín de detalles.
Recrean las palabras 
otra forma de vida
nítida y exquisita.
En tu reino encendido
sólo cabe el anhelo
de lo más elevado
y raudo en su destello.
Quien rozara tus manos
marchitaría su vuelo
inaccesible al tacto.
A salvo en tus cuadernos
tocaron otro espacio
por encima del tiempo
del caos y el artificio.
Mientras el día sigue,
los colores del agua
salpican el camino
como el paso del cielo
se mezcla con los rostros
del azar y el deseo
en las ondas de un cauce:
su dorado reflejo
perdura sin rendirse,
atraviesa lo escrito.
 
 

martes, 24 de julio de 2018

Voluntad


Sirvo para que las cosas se vean. 
 
Y al decirlas perdure lo que llega a mis ojos.
 



  
* (Esta cita, en cursiva, de Sophia de Mello, que recordaba hace poco Elías Moro, no dejó de ronronearme a todas horas queriéndome revelar o incitar a algo. Hay maneras de ser que nos abren -y comunican- hacia adentro el sentir, y hacia el mundo los ojos. Al agradecérselo, Elías me dice que para nada es suyo el mérito, pues la lectura de esta escritora se la debe a nuestro añorado Ángel Campos Pámpano, que tradujo su obra poética. A la vez, me cruzo en internet una alusión a esta misma escritora de otro amigo común, Tomás Sánchez Santiago, mencionando la cita desde su destello y asombro. Es este, con las justas palabras, el que quise marcar como claro propósito en un único verso. Y como suele ser costumbre, permite la distancia lo impalpable que es hondo.)
 

martes, 10 de julio de 2018

Siesta

Estival, a la sombra,
la brisa entre cortinas
agita como un junco
el deseo que reposa.
La molicie contempla
el despertar de un cuerpo.
Su mirada palpita
desde un lienzo en penumbra.
Por la piel se deslizan
nubes que son siluetas,
laberintos de agua
para una sed sin boca.
Los sentidos del aire
conducen al aroma
de un nenúfar durmiente.
El temblor que recorres
paraliza la música,
vuelve frágil las horas.
En el prisma que gira
la luz se despereza,
la muralla es morada
donde el tacto se oculta
y en su cauce trasluce
la presencia más honda.
No penetra la muerte
esta brasa tranquila,
ni merodea la calma 
de la blanda materia.
El color de la tarde
guarda el altar de un bosque.
En la alcoba hay un cuenco
que recoge la fruta.
  

        pintura de José Pando y Fernández 
  
* (Los poemas suceden y nos suelen visitar de una manera inesperada. La impresión de una imagen, una emoción, unas palabras leídas... pueden dar pie a su escritura, distinta de la más previsible o voluntaria de la prosa. Las palabras del poema suceden desde otra intensidad y trazan una realidad que se revela desde una disposición y señales intuitivas.

Una alusión en apariencia intrascendente de mi compañero de antología Sentados y de pie Luis Alonso dio pie para escribir Siesta. Uní a ello el recuerdo de su sensorialidad minuciosa que, cuando él escribe, con la facilidad del virtuosismo recrea. Así, en una sinestesia de sensaciones, espacios, referencias y recuerdos, comenzó a configurarse esta imagen no existente antes, aunque figurada o sucedida con todas sus variaciones multitud de veces. Pues todo lo que sentimos es universal en su alcance. Y por lo mismo, todo acontecer, situación o experiencia, de ahora o cualquier época es, a la vez y en ciertas circunstancias de sintonía o identidad, nuestra.

La palabra no sólo nombra sino que crea realidad siempre. De ahí la responsabilidad de su uso y la capacidad de su poder que origina y supone realidad. Si dijéramos que la palabra sólo influye en lo real y en nosotros, su valor o importancia sería escasa. Sostiene todo lo que somos, y es mucho más que una impresión añadida. Para quien vive cerca de las palabras, sin dejar de aprenderlas, o de captar también la vida a través de ellas -si no, cómo contarla-, la realidad se crea en las palabras y desemboca felizmente en ellas. Del mismo modo, el mundo está, nos llega y enriquece porque penetra en las palabras hasta crearlas, donde todo matiz, sensibilidad y vivencia encuentra su lugar y sentido. Hay quien habla del centro de las cosas como punto de toda resonancia. La voz -como otros materiales expresivos- devuelve vida a lo vivido, y nos envuelve en el proceso al hacerlo. El arte aspira, en la plasmación de cualquier ideal, armonía o belleza, a conectar con lo esencial de lo que es y somos, desde un estado lindante a la revelación y lo transcendente, al menos, al penetrar más allá de las formas y vivencias y traspasar lo evidente.

La escritura es una suma de elecciones, hallazgos y renuncias. Al terminar este poema, e incluso al escribirlo, recordé la sensualidad decadente y gozosa de un libro magnífico, no suficientemente conocido por su breve edición, las Habaneras de Santiago Castelo, que me traslada a otro, las Sonatas de Valle, que él, al poco de conocernos, me regaló gustoso. ¿Un sabor a orfandad en medio del verano? Procuramos que no, aunque nos falte su prodigio. Nunca nada está lejos, si bien, tampoco nada escapa al tiempo. Mientras sucede el nuestro, vivir es la única exigencia, de recorrerlo y descubrirlo.)
  

jueves, 5 de julio de 2018

Llamas

Bajo la luna
la farola semeja
una luciérnaga.

Mera crisálida
al vaivén de lo quieto
que así se eleva.

Cuando se apaga,
el rocío anticipa
la luz del alba.

Verás libélulas:
los colores del agua
que nos salpica.
 
 
* (A raíz de una imagen sevillana compartida ayer en su muro de FB por Antonio Rivero Taravillo, con el destello vertical de una farola en primer plano ante la geometría más elevada de la Giralda al fondo, surgireron estos haikus antes de que el calor de la mañana presidiera ya el día.) 
  

miércoles, 27 de junio de 2018

Bosquejo (para la noche de San Juan)


Si en el centro del fuego un ave agita el agua,

si en el lugar del sol una flor reposase,

si en mitad del abismo la sed hallase nombre,

en la audaz atracción de quien joven seduce

la noche avivaría el contorno tangible

del gozo y el reflejo de los cielos insólitos,

lo mismo que en el sueño de la tierra

gira el iris de un rostro

y el volcán de una fuente.

La espiral de los cuerpos

cristaliza las ascuas,

destella sobre el prisma

de una danza sin límites.

El colibrí ni alcanza o hiere,

tan levemente liba sobre el aire.

 

* (La escritura poética tiene, pues es el género más resbaladizo a la voluntad o el control, un componente inesperado siempre. Incluso cuando discurre sobre el territorio conocido, pero no previsible, de lo que se busca y se ahonda. Y ante todo vivido, pues escribir es vivir. Muchas veces da lugar a una realidad no existente antes, accesible y concreta en el clima y tensión de esas palabras. Jugando estos días de luz solar más largos del año con una cita de William Blake que me atrajo en la medida que me extrañaba, leída en el muro de Yolanda Regidor -Si el sol dudase un momento, se apagaría-, quise orientarla hacia otras variaciones, y así fue surgiendo este poema escrito por aproximaciones circulares donde, como en el alfar, va conformando su silueta el barro.)
  
 

viernes, 15 de junio de 2018

Desnudez

Tras los días de lluvia,
en la cuneta, al sol,
al girar una curva,
dos garzas blancas vuelan
asustadas al verme.
Apenas he podido 
acceder a su danza
impalpable y elástica
y de frente, tan cerca,
un invisible muro
gentilmente me impide
atravesar su espejo
y fundirme al querer
ser ellas un instante
extasiado en lo frágil.
Una extrañeza actúa
como cristal que frena,
y el encuentro no es más
que este níveo deseo
e imagen que diverge.
No es posible tocarnos
ni entrar en el olvido 
de sentirme rodeado
por ellas un instante.
Queda la curva atrás,
y al arrancar su vuelo
de dos mundos sentí
el choque temeroso
en sus ritmos distantes.
Yo llegué del lugar
que desconoce el centro,
que vacía y arroja,
tan lejano y ajeno 
al ritmo de las nubes
y al vibrar de la hierba
que no busca razones
y sin esfuerzo crece.
Esperaré otra vez,

de improviso y sin nombre,
a una garza en mi pecho,
al revuelo que encienda
el umbral de otro origen.
 
 

lunes, 4 de junio de 2018

Contemplación

Este era el sitio
que me esperaba
para vivir
el resto de mi vida.
Este árbol al pie
de esta ladera
a donde subo tantas veces
y escribo
o veo el paisaje,
o cierro
los ojos
para escuchar la noche
o la corteza
en que apoyo mi espalda
a la vez que me encuentro
y paladeo lo simple:
el aire, el rumor vegetal,
cada silencio
con el que deletreo
lo que soy y lo que alcanzo
antes de irme,
la sucesión 
de cada uno de mis rostros
que ya dejé de ser
y permanecen
junto al color de cada cielo
diferente,
anclados a este sitio
en que el alba se abre,
cae la tarde, me cobija
la noche,
y algún día,
en la intemperie 
del desgaste del tiempo,
la memoria invisible
de este tronco 
aún sostendrá 
la misma 
serenidad
del horizonte
por la que sí me llegue,
en mi ausencia 
de aquí,
el sueño
dibujado
en sus raíces.
 

jueves, 24 de mayo de 2018

Imago mundi

                                            a Toni Gost
 
Primera luz,
el cielo por delante.
Vivir, atravesarlo.
Aspiración
a que no pese el cuerpo
desde el cuerpo.
Un destello nos basta
sin pagar alto precio.
Ver que brota en nosotros
el ejercicio simple
de recorrer el mundo y recrearlo,
de avanzar y sentirlo,
de recibir su sucesivo gesto
vegetal y frondoso,
la sensación abierta
de tocar y atraer
la forma con que el sol es cada fruto.
Y con sólo pensarlo,
e incluso sin palabras,
verlo es casi contar,
pues pareciera escrito
en la luz de su espacio,
en la presencia libre
que recojo.
Una mirada, un pulso,
un transeúnte
en medio del camino
dijo esto.
 
 

* (Hace unos días, en una guardia de biblioteca de mi instituto, inesperadamente asistí a la visita a un grupo de alumnos de bachillerato de Antoni Gost, poeta mallorquín residente en Sa Pobla, al que no conocía personal ni literariamente. Y ahí empezó el regalo. Tras este hombre pequeño, de voz tomada, discretamente amable, con el sentido del peso y valor de las palabras que ofrecía sonriente como una señal capaz de una realidad superior compartida e intacta, su relato creaba el espacio esencial de la poesía mucho antes de entrar en el ejemplo de sus textos manuscritos, hermanados artesanal y libremente con la imagen y las texturas de pintores amigos y materiales diversos: papel, madera, manchas, metales, arena, telas viejas... Por su esencialidad, llegué a sentir que la decantación del haiku suponía un exceso al lado de algunas expresiones más despojadas, conmocionantes y breves suyas. Y que algunas personas como él mismo son capaces de hacer aflorar lo poético en una conversación tan poco habitual como espontánea. Desde ella, era posible luego acceder a este estado donde el lenguaje adquiere el destello de convertir al lector o el oyente en un ser tocado por el don del sonido y el silencio hacia otro alto propósito y sentido, y acercarlo a una sensibilidad más a salvo a diario. Estaba yo en esos días anotando este poema. Gusté de introducir en él algún detalle que me sugirió escucharlo y se lo debo. Como también la gratitud y el asombro hacia lo cordial y sencillo. Ahí seguimos, nel mezzo del cammin, nada lejos. Algún día nos veremos.)
 
 

domingo, 8 de abril de 2018

La mirada y Marina

Mi viaje a Sevilla.
Revisando las fotos
te juro que mis ojos
recorrieron mirándote
también esta ciudad.
Todo cayó en tus manos,
el azahar de sus calles
en abril, por ejemplo,
o la lluvia de luz.
Y el deseo de volver 
al perfil de esta orilla
donde suele la dicha
olvidar la escasez.
Yo diría que a la noche
la piedra de estas torres
se convierte en caballo 
junto a un río de cal.
 




sábado, 31 de marzo de 2018

Revelación

El tiempo acude
al pozo de los nombres.
¿El haiku es breve?

Trazo el dibujo
del día que sucede
en sus vocales.

Lo que te ofrezco
una red invisible
ágil recoge.

Siente que eres
el lugar del origen
para leerlo.
 
 
* (A los poemas les gusta venir a veces de improviso, pillándonos con la guardia baja, mientras hacemos cualquier otra tarea, como esta vez que entre verduras, vapores y cazuelas pensé ¿cuánto dura un haiku? y tuve que ir anotando lo que me venía sobre la marcha. Eso sí, las 17 sílabas del haiku (el mundo cabe en diecisiete sílabas, que cifró don Octavio) se me trastocaron en alguna más: 7-5-7 en lugar de las canónicas 5-7-5. Lo acepté, pero releyendo hace poco el poema preferí ajustarlo a su medida clásica y volví a comprobar que, como tantas veces, la versión más sencilla suele ser también la más lírica. Acompaño la entrada de esta fotografía que le pedí a su autora a semejanza de una escena similar vista cerca de casa y que me procura la ligereza y la felicidad que cabe en un paseo en bicicleta.)
 
  
                           fotografía de María Hoyos, Trento, 2012

martes, 27 de marzo de 2018

Jardín con mirador sobre Mallorca

Un colgante jardín, sin nadie, 
abandonado, a dónde da. 
A donde el tiempo flota 
gentil y reclinado en el silencio. 
Un rostro lo contempla tras la lluvia. 
Las hojas en su danza casi tiemblan 
y el óxido se aferra a cada grieta. 
El sol acude como el día primero 
y el aire lo protege en su reflejo.
Al pie de la cancela que a tu paso
revive estas señales imprecisas.
 
 

lunes, 26 de febrero de 2018

Seguridad

Acepta ser amada por un hombre
que dibuja en tu imagen su palabra primera.
 
Acepta que eres fuente de ti misma
y el día se ordena porque tú despiertas.
 
Acepta la verdad: nada comienza
-ni tú, ni el simple germen de una hoja-
que vaya a declinar en mi memoria.
  
Cuando caiga la tarde, en las hogueras,
la noche emergerá por ser tú misma.
 
 
* (Hace unos años alguien me pidió que escribiera un poema sobre ese territorio -¿ideal, accesible?- del alma gemela. En el fondo, de la relación amorosa. Ante un encargo o reto, la respuesta nunca puede partir de nada. Ha de haber un rescoldo desde donde poder hablar en sintonía o resonancia. El poema quedó, como otros muchos, guardado, a la espera de que su factura y su bagaje de verdad o de niebla lo decantara el tiempo. Ahora que los últimos fríos del invierno se alternan con los primeros soles de la primavera puede ser el momento de dejarlo volar y compartirlo.)
 



viernes, 16 de febrero de 2018

Cercanía del alba

Antes de que se vaya
la última nevada
que aún brilla en estas cumbres,
la noche que nos hiela
no vence al corazón
que duerme a oscuras.
A quien guarda las horas
o callado confía,
el mismo inmenso cielo
negado por las nubes
será capaz de abrir
la templanza del suelo,
la luz que al cuerpo entibia;
y el brote de la flor,
como el pulso que torna,
desprenderán la soga
de la misma penumbra
que al horizonte ciega.
La noche nada impide.
No es su reino la sombra,
ni lo oculto soporta
mucho tiempo a la vida.
La oscuridad persiste
lo mismo que los límites
vencidos por la fuerza
de vivir sin fatiga.