El
cuarto del Siroco, Álvaro Valverde
(Nuevos Textos Sagrados, 303,
Tusquest, Barcelona, octubre de 2018)
Esta
última entrega poética de Álvaro Valverde es su décimo libro de
poesía si contamos desde el inicial Territorio
(1985), que hace tiempo su autor menciona sin arrancar desde él el
conjunto de su obra canónica, salvo por el poema de cierre destinado
a Eliot; por tanto, una dedicación central, no episódica, sostenida
y consciente extendida más allá de tres décadas de uno de los autores más conocedores, y a la vez sólido, de nuestra actual lírica. Libro
materialmente cuidado y a la vez más voluminoso respecto a los
anteriores, que lo convierte en un proyecto minucioso y denso, -75
poemas, si bien buena parte de ellos algo más breves de lo usual en
las entregas anteriores-, y que se hace querer desde la portada con
la inspirada y sugerente viñeta del pintor Salvador Retana que,
amistad personal y literaria por medio, vuelve a colaborar así en la
edición de un libro de Álvaro Valverde, quien en una cercana
presentación ha calificado este dibujo como el primer poema del
libro.
El
libro, desde que fue anunciada su aparición un año antes, nos llegó
a algunos de sus lectores envuelto, a través de las manifestaciones
públicas y privadas de su autor, con reservas sobre su resultado y
efectos, como aquel que previene de algún fruto inseguro o menor, lo
cual para nada obró en perjuicio de su lectura pues esto no dejaba
de ser una manera humilde y comedida de protegerlo y salvar así su
entidad y su logro; o bien, una muestra del rigor de trabajo, que
comparto, de no conformarse con el halago sincero y correcto de los
lectores y amigos, sino con la última e íntima convicción de haber
acertado, depurado, construido del mejor modo posible cada poema y el
libro, en su conjunción y sentido, es decir, desde la conciencia
exigente que regala, cuando es y llega, la sensación espontánea de lo
conseguido.
Más
allá de la expectación entendible y no exenta de emoción acerca
del modo en que iba a ser recibido, presentimos -y participamos, pues,
antes de recibirlo- de esas dudas acerca del acierto de su tono
emocional, sobre el pulso de la creatividad al cabo de los años,
sobre su propia entidad como libro unitario, que más bien eran y
cabía considerarlas como un ejercicio sincero y sensato de un autor
muy consciente y reflexivo de su obra, tanto en la decantación de su
forma y lenguaje como en la de su construcción, enfoque y sentido.
En
cambio, una vez con el ejemplar ya en las manos, la experiencia de
entrar en su lectura no dejó de ser una sensación de escritura en
conjunto placentera y renovada, pues esa diferencia de hasta mayor
cuidado en la edición del propio sello Tusquest respecto a libros
anteriores como Ensayando
círculos o Desde
fuera, constituía
parte del logro de esta entrega. Ante todo, el lenguaje concreto y
limpio de Álvaro Valverde seguía desde el arranque identificando el hacer de
este autor sin el menor desmayo. La emoción del poema surge de esa
misma concisión depurada capaz de describir en nítidos trazos
cualquier detalle de su entorno integrando a la vez antes del cierre del mismo el hallazgo del modo de mirar o la
vivencia, reflexiva también, en la que como propósito consciente
evita recurrir a soluciones de
alarde recargado o efectista. No es una poesía que opte por el
virtuosismo sino por una elementalidad expresiva -usar las palabras
cotidianas- incluso llevada a más, con sus riesgos, en algunos de
los últimos poemas del libro. El autor ha hablado recientemente de
su predilección por el “lenguaje pobre”. El hallazgo lírico
del poema está en la captación de los detalles de la realidad
descritos desde una mirada singular consciente del sentido del
tiempo. Y en el ritmo de estas composiciones, más inclinadas hacia el metro breve, no sólo se concreta en unos frecuentes, logrados
y no pocas veces muy bellos heptasílabos sino en algunos ejemplos
de una grata combinación de estos con el endecasílabo que aportan una agilidad renovada sobre el reconocible ritmo y
cadencia valverdiana, también presente en poemas de este libro, y
tan capaz para ese poema habitual suyo de amplio aliento, reflexión
y acopio.
Otro
elemento sorprendente y constitutivo de esta obra concebida como
refugio poético contra el tiempo -donde la experiencia del que
escribe permite un espacio a salvo para el lector y el poema concede
un recurso lleno de humanidad por el testimonio personal que recoge y
su reflejo del mundo- es la presencia admirable y lograda de no pocos
poemas inusualmente íntimos, de una confesionalidad tan abierta y
honesta como delicada. El papel acoge sin reserva la longitud del
riesgo y el sabor y medida de lo vivido, como cuando nos deja las
sensaciones internas de esos logros vitales material o
espiritualmente recorridos, o el reconocimiento de los seres cercanos
desde la verdad de ese acompañamiento, algo que en este libro abarca no sólo el territorio familiar y amoroso sino el de los amigos homenajeados y próximos a pesar de la muerte -Ángel Campos Pámpano,
Santiago Castelo, Ricardo Senabre, Fernando Pérez González...-,
pues el autor reconoce que no
sería “el mismo sin tenerlos”. Pese a ya no estar, sabemos que parte de lo que somos es por ellos, y el presente permite que si por el recuerdo permanecen, ahí, desde esa intemporalidad, ellos nos viven. Frente al Siroco, se alza la voluntad y la
conciencia. Y mucho más cuando la causa son los otros.
La
zozobra del autor ante el desgaste de vivir a diario es expresada en
estos poemas a amigos o de carácter amoroso en un equilibrio y un
tacto admirable, procedente de un alto modo de concebir a estos
seres queridos como partes imprescindibles de sí mismo y, por
supuesto, es producto de un especial don poético concretado en el
modo de decir y sentir que aquí va sin más filtros que la mención
de la verdad interior y el impacto de lo mínimo. Como sostiene y
recordaba hace poco Fernando Aramburu en un artículo, lo poético es
aquello que va más allá de la propia escritura canónica del verso y puede transcenderla, máxime, como ahora, cuando proviene de
decantadas actitudes, estados, perseverancia y retos que nos llevan
hacia la verdad de un modo sostenido y tácito, “hacia adentro”.
La intimidad personal, no la de los espacios, había hecho su eclosión,
sin demérito alguno, en el precedente Más
allá, Tánger, donde
ambas, como aquí, se suceden. Ahora,
en El cuarto del
Siroco, continúa
aflorando sin pudor o reparo intelectual que la desmerezca, sino al
contrario, e invita, en su elementalidad de lo breve e intenso, a
recordarla incluso sobre otros poemas más complejos.
El
libro se despliega así en su avance y desarrollo -y eso es también
una modulación ante otros anteriores-, como un diario poético donde
aparecen distintos materiales que se combinan y alternan: estampas de
paseos por rincones urbanos de Plasencia, las veredas del río, el
entorno de los valles y sierras, aves como los mirlos que cruzan este
libro y tanto llamaron la atención a lectores
sutiles que nos los señalaron antes de leerlo... El poeta nos habla
de ese gusto -ya antiguo- por los lugares que parecen
perdurar más allá de lo deletéreo del tiempo, tan consciente ahora mismo. Destaca esa declaración del espacio como un "presente eterno". Y el autor halla la clave: "Tal vez por eso escribo / acerca de lugares. / Sitios donde la muerte / simplemente es más lenta." Pero a la vez aparecen otros enclaves igualmente vividos o definidores de quien los describe, desde el admirable poema a las calles de Azuaga, a la memoria del sur con sus palmeras agitadas por el levante del litoral de Cádiz, o ámbitos más lejanos rescatados a través de figuras recreadas en primera persona o desplegados desde las lecturas capaces de saciar la aventura vital de este viajero inmóvil -por usar el feliz título de un poeta como Javier Dámaso-, y diría que incesante, que es todo lector ávido. Los cuales conocen cómo el mundo les llega, y sus seres, con sus zozobras e inquietudes, a través de su esfuerzo relatado en los libros. Y así la escritura es el diálogo permanente a salvo del Siroco aun en las peores circunstancias.
El cuarto del Siroco combina los espacios interiores de la reflexión de un hombre que camina poco antes de los sesenta años hacia ese tercio postrero de la vida y expresa su respeto ante el adelgazamiento del tiempo y su capacidad de vencernos por encima de balances y logros (la vida camina hacia su final, casi sin darnos cuenta), y se sabe deudor de su vieja tendencia al pesimismo, la melancolía y el miedo, y lo hace junto a otros espacios luminosos o diurnos, externos, donde las formas y elementos representan el rastro de una identidad elegida en el entorno, recreando las señales y el trazo de la vida que nos queda en los labios. Sobre todo es un libro diurno, sometido a la claridad de la luz y al relieve concreto -léase No humo- de los elementos del mundo, en especial el propio.
El cuarto del Siroco combina los espacios interiores de la reflexión de un hombre que camina poco antes de los sesenta años hacia ese tercio postrero de la vida y expresa su respeto ante el adelgazamiento del tiempo y su capacidad de vencernos por encima de balances y logros (la vida camina hacia su final, casi sin darnos cuenta), y se sabe deudor de su vieja tendencia al pesimismo, la melancolía y el miedo, y lo hace junto a otros espacios luminosos o diurnos, externos, donde las formas y elementos representan el rastro de una identidad elegida en el entorno, recreando las señales y el trazo de la vida que nos queda en los labios. Sobre todo es un libro diurno, sometido a la claridad de la luz y al relieve concreto -léase No humo- de los elementos del mundo, en especial el propio.
El
gusto de Álvaro Valverde como lector por la literatura confesional y
diarística tiene aquí su propio reflejo poético, y el modo en que
se enhebran los poemas responde a esa heterogeneidad de los
múltiples estados y tareas que atendemos, nos suceden, asaltan y nos
interesan a lo largo del día, y nos deja la suma de un devenir
concreto o un mapa de la vida en su diversidad de
componentes. El libro sucede como un abanico gradual de elementos que
constituye el vivir a lo largo de un tiempo, en esa soledad
acompañada de la escritura compartida que recoge lo que se ve, se
estima, se reflexiona y se valora. En esta preferencia por los
espacios sucesivos y cotidianos nos llegan los escenarios del autor
desde su cuarto de lector a las calles de su ciudad y por extensión
de otras ciudades y ámbitos naturales que le rodean e identifican.
No
es un libro más, ni tampoco es un libro menor o de transición. No
estaba escrito -y menos así- antes. Su factura, si algo tiene de
diferente, no atiende a una exigencia más relajada o de escritura
menos sistemática. Es más bien que el trazo germinal de este libro
se da desde estas referencias personales: el entorno, las personas
cercanas y las propias sensaciones. La renovación poética que antes
he mencionado llega también en la factura de poemas dispuestos en
prosa, Una elegía,
Mujeres o Noche
por ejemplo, que aprenden a alejarse progresivamente de una rítmica
métrica. Por suerte, el libro tiene una riqueza de matices y
elementos que sin pretender aquí agotar esperan la atención de sus
lectores, porque hay una variedad, hacia adentro y afuera, de motivos
tratados con la espontaneidad de lo que es un recorrido vital y por
tanto sucesivo. Y así se presentan los poemas en un todo continuo
no separado.
Llamativa
es la presencia del agua a lo largo del libro que discurre desde el primer poema o sirve para trazar una poética -”tan sencilla / como el gesto de
alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed”- y cruza páginas con su
claridad, su genésica fuerza y su misterio. Aguas y cauces que
brotan y pasan pero nunca acaban -”duran”- y permiten la
permanencia del relieve de la vida y el tiempo. O el elogio de la
lectura, del saber. O los espacios rescatados desde la perspectiva
inusual, como el elegido para un Cáceres enfocado de otro modo, o el minuciosamente rico como en Évora, que se nos presenta bajo el
sabor de lo intensamente vivido, anhelado e identificador de un
concepto de vida volcado hacia el conocimiento y el alcance del mundo
por los libros. El paisaje no sólo aparece desde la amplitud de los
espacios abiertos, sino a través de lo menor muchas veces, de un
elemento singular -los árboles, las aves o las piedras- y dota al
libro de una sensación pictórica de estampas salvadas por la
imagen de las palabras, no pocas veces desde una mirada inédita.
Así, de un viejo cerezo aprendemos que “Su grueso tronco / no se
aferra a la tierra: / la sujeta.”
Y
ante todo la reflexión, en cualquier momento o unida al lirismo,
pues el hombre que mira -el autor- no deja de concebir y captar su
experiencia y de reconocerla al valorarla. Destaca
la reflexión esbozada en numerosos apuntes rápidos, no sólo en los
poemas donde su extensión acoge mejor lo meditativo, pues en los
poemas de metro y extensión breves se encuentra este rasgo
testimonial de sentir el transcurso como una pincelada más que completa el dibujo en la imagen captada del presente.
Si
se me permitiera una discrepancia ante la alta lección no pretendida
de este libro, y que merece la pena anotar y extender en nuevas
relecturas, yo señalaría la extrañeza ante la elección del poema
final que más bien hubiera situado en otro emplazamiento por
la intensidad o crudeza de sus afirmaciones. Lo que abre y cierra un
libro tiene siempre su valor de declaración y balance. Al llegar a
este poema se da un choque inesperado y no deducible de todo lo
leído antes y, como conclusión de esta obra, tal vez cargue en
exceso la sensación de lo adverso, de ese Siroco, que de este modo
no deja de soplar ni queda ajeno a quien lo escribe. Porque el soplo
devastador de este viento para quien lo reconoce y el lugar desde
donde sopla termina siendo una raíz o un pozo interno propio, no percibido
desde fuera como el paso de las estaciones y de los cielos, sino desde
un pulso periódico interior en su manifestación, requerimientos y
sus ritmos. Y de hecho, por poemas como este, vemos que la concepción del
poeta de lo externo transmite un bienestar y comprensión superior, diferente al enfoque mostrado aquí de desolación hacia dentro. La
vida, en sus elementos expuestos en este libro, es positiva en un
grado mayor que el peso percibido por el autor de sí mismo.
Si
poco antes en el poema Así
se nos había dicho que “la luz, la brisa, el agua / favorecen la
idea / de que la vida es dulce, / sereno este vivir ante el abismo”,
y quien había dicho antes “que no todo perece, / que otra vida es
posible”, en este autorretrato de cierre nos fustiga con una
impresión más amarga y no desasida de un inevitable fatum. Frente a lo que
hacia afuera elevaba o redimía, hacia adentro el autor siente un
claroscuro no resuelto: “la muerte se le acerca”, en lo que hace
no ve “más motivación que la costumbre”, se “camina con un
turbio pasado a las espaldas”, se contempla a sí mismo como “el
que ignora que existe la alegría, el porvenir”, y hasta “el amor
sólo es quimera”… y quien al menos “resiste sereno la
intemperie” sin embargo “no consigue ni darse por vencido”. El
cuarto del Siroco al
cerrarse de este modo no esconde la sensación pesimista de un hombre
desprotegido cuando se queda a solas con el viento dentro de las
rodillas. Otros refugios han complacido previamente al mismo
personaje, claustros, jardines, libros, calles, así como la amplitud
y frecuencia de los cauces y al fondo las montañas en cuyas cumbres
cifra la serenidad del misterio en que hubiera querido con más
frecuencia -como en el deseo ascético de fray Luis-, elevarse y, de hecho, se
serena, se eleva.
Hay
más lecturas posibles si se miran otros detalles que aparecen y se
despliegan variadamente dentro de este libro tan grato de
leer como minucioso. El autor en sus tres citas iniciales ha
declarado el juego sin reservas del ejercicio de testimonio personal
que entrega: “la poesía es la meditación de la vida” (Kenneth
Koch), “hay demasiado de mí en mi escritura” (Anne Carson), y
-aproximada traducción- “sentí en mi piel Sirocos”(Emily
Dickinson). En los 75 poemas que modelan el libro no hace más que
confirmarnos lo antedicho. Podíamos añadir una afirmación más tras
cerrarlo: “y en mí habita el Siroco”. La sinceridad del
poeta es tal que no finge los momentos teñidos de este modo pese al
trazo concreto y luminoso de los espacios, elementos y vivencias participadas de
su mundo.
Al
final, la escritura y la vida conducen a uno mismo, y la palabra es
el cauce que expresa y une todo, y comunica. Hay quien descubre la
plenitud de su transcurso en la escritura y desde ese lugar se
entrega, organiza, comprende y justifica su vida, quizás así más a salvo de
nuestra naturaleza temporal y fugaz de la que nadie, por fuerte y
feliz que sea, es capaz de escapar y salvar de la muerte. En la tinta
se guarda la resistencia y las formas sensoriales y físicas de quien, desde su clara identidad y lucidez con las palabras, espera y nos
describe con la luz de los días el lugar elegido de su vida y su
casa.
No
estamos ante un buen poeta más, sino ante uno de los que desde hace
muchos años nos acompaña y cuya palabra y esfuerzo aún siguen
explorado las sensaciones fundamentales de la razón de escribir y de
entender la experiencia de la vida y el tiempo.
3 comentarios:
Nunca antes he visto tan claro y he comprendido lo que mi padre me decía: "Tan artista es el que crea la obra como el que sabe contemplarla". Carlos, me dejas sin palabras. En mis años de lector nunca leí una crítica tan minuciosa, tan profesional y atinada como la que haces del libro de Álvaro. ¡Qué rigor! ¡Qué maravilla! No tengo palabras. Basten las vertidas humildemente para exponer lo que he pretendido decir. Gracias por tanto acierto. A uno le gustaría escribir con cierta calidad para recibir reseñas como estas. Larga vida a esa pluma y sus riquísimos trazos. Amén.
Espléndido texto! He leído casi todas las reseñas al libro (muchas y muy buenas)
pero esta es una de las mejores.
Abrazos
Admirable, intensa lectura!
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