Es brumosa la tarde junto a un mar agitado que resuena, y al fondo, el destello reiterado de un faro salpica la cinta desvaída de niebla levantada en la calma de esta tarde estival que de lenta, no corre.
En medio de las rocas y la humedad transparente hay una soledad vegetal, presidida sin aves, que es la naturaleza. Ves raíces sinuosas y abiertas que bajan a la orilla desde un acantilado hasta una cala, y te rodea un pinar de quietud escultórica circundando la costa. El borde de salitre de las flores y las aristas del descenso hasta el agua entre unas matas, pitas y tamarindos florecidos en malva son la exclusiva presencia de la vida que no vierte negrura en estas aguas templadas todavía esmeraldas.
Y una roca basáltica, en medio de las olas y a un paso de la costa, exhibe desde siglos en su piel las señales de una rara belleza ajena a cualquier canon superior de un artista. Guarda en su forma todo, el azar y el sentido. Estaba ahí desde antes y seguirá sobre el agua más allá de nosotros. Su emergente silueta no se inmuta, custodia un vibrar diferente, un saber sólo abierto a quien pueda moverla y conozca en lo frágil el don de lo infinito, una roca que tal vez se rindiera si pudiera trocarse en puro aliento.
Aquí ahora, este sitio es un espacio abstraído en la bruma y el silencio sonoro del mar, a salvo de los ritmos que no van a nosotros. Y al borde de la costa, y anterior a la noche, es el reino de las plantas silvestres mecidas por el aire que las moja sin lluvia.