martes, 18 de junio de 2019

Despedida

                                                    a Antonio Cabrera, in memoriam
 
No se desprende de la serenidad la vida
cuando enmudece y en su final fulgura
con la palpitación de las hojas de un bosque.
Hubo quien convivió a destiempo con su hora descalza 
en la perplejidad truncada sin hacerlo derrota
con la misma manera de estar como fue siempre
ante la placidez del rumor de las tardes
o el sigilo que asiste al vaivén de las voces.
Aquella tenue luz del primer día en los labios 
al pronunciar la estancia vegetal del entorno
prosigue hoy sostenida 
en los rastros de helechos 
y el bullicio cruzado de las aves 
que circundan las ramas
al pasear entre el chasquido de la broza.
Es la tierra más bien la que ha quedado
huérfana de esta fuente donde se reflejaba
para siempre en palabras 
desde el silencio sorprendido de vivirla,
pues cuanto era relieve al recorrerla
grabó su vibración en la escritura.
Atenta la inquietud a lo que canta,
al trino y al aroma de la hierba y la roca,
decir adiós no es el final de nada.
El cuerpo llega a reconocerse bajo el manto
donde palpita lo que al cielo apunta
y traspasa así el ciclo de los días en la tierra.
En la fronda, un tronco umbrío al lado 
donde se esconde el musgo 
custodia el latido secreto 
que espera a quien lo busca.
A pesar de tu falta,
ese azar impensado ni de lejos destroza
el sencillo propósito de iluminar el mundo
al que se interna contemplándolo
y al irlo recorriéndolo lo nombra.
Para siempre en los libros,
hasta en la luz dormida, 
una llave de liquen nos conduce al espacio
no invadido del pétalo y la estación primera.
 

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