Aquí aguarda,
a salvo del olvido,
lo que nadie conoce
bajo el cielo cambiante
de siglos y estaciones
que han dado a este montículo
su sesgo de erosión, derrumbe y líquenes,
hasta el que hemos venido sin saberlo.
Alojan estas piedras circulares
-en torno del altar que sobrevive
para una ceremonia sin testigos
que este lugar repite y nos devuelve-
el sol que no sucumbe,
el salitre cercano,
la rosa de los vientos empujando las olas
sobre el acantilado de la costa,
al pie de unos cipreses verticales aún jóvenes
y el temple acogedor de olivos y acebuches
que ennoblecen el tiempo
aquí perenne.
La hierba tras las lluvias,
el brillo dispersado de unas flores silvestres,
el canto semioculto de unos pájaros,
como el planeo ingrávido de un ave
sobre lo inamovible del momento,
dan a la luz de esta mañana alta
el profundo sentido de un instante entrevisto
donde también cruzaba el aire
la piedra de una honda que en el cielo lejano
de antiguos moradores de esta tierra
trazó su elíptica defensa
curvada para el nombre de estas islas.
Posiblemente un cuenco con aceite votivo
y una mecha encendida
velaron como ofrenda en este túmulo
a aquellos que yacieron
dejando sus facciones bajo tierra
y su frágil memoria en semejantes
igualmente abolidos por el tiempo.
Callamos ante ellos.
En el vacío persiste un motivo sagrado
intemporal a quien acude hasta esta linde.
Algo más que unas piedras
hallo en este legado al descubierto
donde los puntos cardinales caen
como cualquier otra distancia cede
en el sendero reservado hacia lo interno
que aquí resuena intacto
para el inesperado caminante.