Sé
que respiro y que vive otro,
o
nadie vive,
o
todo yo soy nadie y un destierro,
y
me respiro polvo, y polvo he sido,
y
polvo soy sin ser mis huesos cieno,
y
sé que no he vivido -y tanto...
¿adónde
el aire?- y cuando miro
atrás
encuentro muerte.
Y
sigo siendo obligación de ser pavor,
ninguno,
tampoco tú ni nadie,
más
bien un lodazal, un grito
que
haga daño, un pedestal de humo
y
un silencio angustioso.
*
(A mediados de septiembre nos llegó la noticia de la muerte de Juan
Luis Panero. Estuve a punto de sacar este poema de 1983, apenas leído
por nadie, en el blog, escrito cuando conocí la película El
desencanto -sí, muchos años
después- por tve, en recuerdo de este gran autor. En aquel momento, me sobrecogió la dureza en la que se veían
envueltos y desprenden estos personajes aparentemente privilegiados y
sensibles de esta saga familiar, tan descarnadamente expuesta en ese documental en blanco y negro. Sus monstruos interiores desatan entre ellos una ceremonia
autodestructiva desde el vértigo de lo recibido y lo no recibido,
desde una identidad vivida como conflictiva, y con la exigencia de una
respuesta obligada en una clave -y a la vez su descrédito- de cultura y de arte, de la que escapar tampoco quieren o no es fácil.
Hoy
conocemos la muerte del último superviviente de esta familia retratada
en 1976 por Jaime Chávarri. Asistimos a un periodo de despedidas vertiginoso. La
de Ana María Moix hace unos días tan solo. Y ambas precedidas de la
de José María Castellet, el editor de los nueve novísimos, que se
descalzan de su mito con esta danza de la muerte. Leopoldo María
Panero eligió en su vida una fascinación por los abismos de
difícil retorno. Esta radical elección de lo errático fue su
manera de resaltar el fracaso de todo su alrededor como ejercicio
lúcido e impúdico. En el aire no vio la transparencia o el
aleteo sino el vómito, y prefirió el valor de lo impuro al del cómodo triunfo, de cuya impostura se sabía horrorizado y uncido. Ha muerto,
dicen, solo. Periférico y último. Se le jalea ahora como el loco
admirable y magnífico, pero a mí me asusta el deterioro que vi
siempre en sus incapacidades y en su rostro. No debió de ser para él nada fácil vivir así en esa elección diferente de su recorrido. E imagino un camino complicado y carente de los afectos básicos del que no
es grato o fácil dar medida o cuenta: ¿fue el recorrido de una consecución o un fruto roto? Su retrato y lo que durante años resistió de su cuerpo es una
imagen que hiere. Su inteligencia y sensibilidad actuaron de difícil
espejo. De algún modo, descanse. Porque tal vez, tras su muerte, su
espíritu inconforme seguiría batallando. En el aire ha quedado
pendiente el desgarro de sus inquisiciones y sus reflejos ásperos.)
3 comentarios:
Agradezco a Carlos Marzal el permitirme reproducir aquí esta reflexión suya que él difundió a través de su perfil de Facebook. Una semblanza y una valoración de las que me siento próximo y considero, dentro de lo difícil de comentar una vida y obra ajena, acertadas.
CARLOS MARZAL
A PROPÓSITO DE LA MUERTE DE LEOPOLDO MARÍA PANERO
Aunque ha muerto hoy, tengo la impresión de que Leopoldo María Panero ejercía de cadáver desde hacía ya muchos años. Desde la infancia. Era nuestro muerto oficial, el profeta de una Iglesia, la del malditismo, que necesita un sumo sacerdote sobre la tierra. Tengo la impresión de que a sus fieles les interesaba más la leyenda hagiográfica de Panero que sus evangelios: más sus salidas de tono y sus disparates que sus libros; más su deterioro - que interpretaban como una muestra inequívoca de genialidad- que los mismos poemas. A ciertos espectadores, tan preocupados de su propia salud, les encanta que algunos artistas malgasten la suya.
Creo que fue un poeta enormemente desigual, un poeta loco en muchos sentidos: poderoso y genialoide, clarividente y confuso, palabrista y certero. En "Narciso" y "El último hombre", los libros suyos que más me gustan, hay un buen puñado de magníficos poemas, de una rara violencia verbal, de una bronca extrañeza, de un tierno desamparo, que es el desamparo de todos sus lectores.
Y lo mismo digo de este texto de Francisco Javier Irazoki, con un tacto exquisito en la imagen vivida de Leopoldo María y escrito desde el rigor poético de la prosa de 'Los hombres intermitentes' y su futuro libro 'Orquesta de desaparecidos'.
FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
Hasta la publicación de sus 'Poemas del manicomio de Mondragón', Leopoldo María Panero visitaba zonas de riesgo poético. Nada era previsible en sus textos. Después, deteriorada la salud, encontró una fórmula eficaz para sobrevivir protegido por las palabras. Esto se sentía en el trato personal. Cuando lo visitaba, venía a mi encuentro sin que se supiera observado. Muchas veces lo vi caminar ensimismado por un jardín con suelo de gravilla, lejos del personaje construido entre todos. Luego pasaba horas exhibiendo ingenio, citas literarias, humor fino. También comunicaba una interminable lista de persecuciones padecidas. Creo que nos contemplaba desde esos falsos delirios. Cuando faltaba media hora para la despedida, se quitaba las máscaras, arrumbaba los juegos, y ahí surgía un hombre profundo, solitario, con temblores de abandono. Así regresaba el poeta verdadero.
Y un artículo -entre otros muchos documentados e interesantes que ha habido- de Juan Bonilla en El Cultural de El Mundo (14.marzo.2014) sobre los componentes de esta familia, titulado Los Panero. Fin de trayecto.
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