Atardecer de arena,
ligeros cielos cárdenos,
contraste elemental en la tierra y el aire
del color y las formas
tendidas como ofrendas naturales
a los ojos que siguen
ante el agua.
Si apuras del solsticio sus antorchas,
el sonido del mar,
más intenso a la espalda,
aun sin verlo está próximo.
Nítidas sensaciones.
La piel es la guarida
para el asalto en calma de la brisa
a un rastro de gaviotas
que en nada al cielo estorban.
Queda el vuelo en sus huellas,
geométrica escritura sobre tierra,
esencial, limpia y libre.
Al respirar, la playa es parte tuya,
pulso adentro resuena
y ahora es el mar el que hasta ti se adentra
y en tu interior ondula
todo aquello que ves hasta envolverte
con el vaivén del agua,
todo aquello que ves hasta envolverte
con el vaivén del agua,
y se funde al hablar
sonoro en el rumor que a tu voz llega.
A la orilla, baja un hombre desnudo
a sumergir su cuerpo entre las olas
y en silencio bucea
hasta un fondo esmeralda
sorprendido, duradero en la tarde,
nítido en el girar de su braceo,
y un perfil de burbujas cuando avanza
platea el movimiento
platea el movimiento
del prisma de su rostro
al cortar en el agua.
al cortar en el agua.
Nada con importancia
se enreda entre sus piernas
cuando roza las algas.
Y en la quietud templada
del agua que se azula ante el poniente
todo baja como un tibio zafiro
tocado por la fuerza
de la luz sostenida y el salitre
del orbe de esta playa donde,
como si fuera un valle, un bosque inextinguido
o un corazón capaz de confianza,
llega a aplazarse el frío y es penumbra la noche.
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