Hay días que al mirar para atrás aparece el relieve y espacio de todo lo que ha muerto. Los finales del todo inevitables, pero también los adioses no previstos ni invitados, repentinos algunos, otros lentos como un cuchillo indeciso y profundo, casi siempre sin ojos, porque así es el gesto del que desaparece. La mayoría son de rostros amados camino de otros signos o encerrados en un circular desaliento al que no cabe importunar porque también es un reto y un momento sagrado a la espera de algo.
Mirar hacia adelante con este sabor huérfano nos da la sensación de un recorrido por un sendero blanco y asistido de frío en el que al menos el juego distraído del aliento mientras atrapa formas con su vaho nos devuelve a ese intemporal contacto con el mundo de cuando fuimos niños, tal vez tan necesario para limpiar el pecho del camino sembrado con flores entre vidrios.
Mas el recuerdo sostenido en las manos de todo lo que fuimos un día incendia la conciencia de que aquello era también un juego, un juego por encima de la ira y el miedo, el rechazo, lo amargo, el engaño encontrado. De repente, nos sacude de ese interno diálogo aislante un recodo de sol que deslumbra los ojos para tomar aliento y atender hacia afuera todo lo inesperado. Sí, dejar de pensar y cerrar el pasado inevitable y viejo para sentir lo próximo, y saciarnos de aquello donde nada faltaba y estaba para hoy rodeándonos.
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