Al pie de la muralla,
al final de la cuesta
empinada y granítica,
como a vista de halcón
que abarca una llanura inagotable,
se ha erigido el descanso
para quienes moraron
las elevadas calles de Montánchez.
Así que, bajo tierra,
es el aire colgado de un balcón sostenido
la materia en que yace
el pulso de la gente de este pueblo.
Deja que un día la nieve
reúna por la noche, en una sola imagen
caída de las nubes
como cal a estas rocas y paredes,
el alma sucesiva de quienes habitaron
y que rodea esta cumbre,
para que en ella haya,
junto a las piedras milenarias
que señalan la llegada a este enclave,
razón para el perdón a tanta guerra,
sentido al abandono y al olvido,
reposo a aquellas horas de labranza
que aún reflejan los olivos, el musgo,
la vid y los helechos,
clemencia a la fatiga de guardar estos lares.
El sonido del agua cuando llueve en las sendas,
el rumor de la tarde cayendo en los fogones,
el canto de los niños persiguiendo a unos pájaros,
la voz de las mujeres en torno a las labores
familiares, el vaho de las bestias,
la lentitud del bosque donde oír y perderse...
Miro el blancor que cubre estas casas que ascienden
hasta el pie del castillo y su fiel camposanto,
cuya verja conduce a otras calles inmóviles
con otra resistencia:
¿hay belleza en lo inerte frente al cielo cambiante?,
¿hay otra realidad o una clave profunda
más allá de la muerte?, dime por qué volver
adonde, a pesar de que hay flores,
estas están cortadas sobre vasos exánimes.
Es tan cuidado el sitio que sólo el viento daña
las aristas y el liquen de las cruces.
Nada me da la mano,
más bien, me confirma su tránsito,
su relevo o derrota.
Y el respeto a mis pasos.
¿Cómo daros diálogo, fidelidad, aliento?
Apenas que retorno de los muros que honran
este recodo venerado,
su advertencia de tiempo limitado e injusto,
todo lo que cayó me devuelve a un vacío
que prefiero que llenen otras voces.
Donde suenen las fuentes,
mejor sentir el ruido y el relieve despierto
del día inesperado.
¿Quién viene a recoger de las higueras
como siempre se hizo?
Lo que nace en la tierra celebra su belleza.
Alcanzo con la mano su frutal certidumbre
saciado en el aroma desprendido del mundo.
3 comentarios:
¡Bien! Sin comentarios. Un abrazo.
Tan necesario como escribir es el regalo de contar con amigos lectores de ojo creativo y filológico, puramente artesano. El poema es un ejercicio inspirado de orfebres. A veces su afinación se consigue en ese diálogo aún en fase de borrador con algunos de los más cercanos. En eso he sido rico y he tenido suerte, pese a la pérdida, por muerte, de alguno de ellos. La precisión y la belleza tienen así la memoria de este respaldo y aliento. De ahí la dedicatoria a Luis, tan cuidadoso y constante con casi todo lo que escribo. No es el único. Y en cambio, sí, este diálogo y amistad es humanamente y sin duda alguna, de los mejores premios de este oficio. El otro es el mismo hecho de escribir. La escritura es diálogo, con la satisfacción en el tiempo de algunos rostros y nombres que están ahí y permanecen.
Agradecido por la dedicatoria de este poema redondo, magnífico, bellísimo.
Un abrazo,
Luis Arroyo
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