Carece
de importancia
la
muerte cuando llega.
Sentimos
desde niños
una
noción lejana.
Ella
misma no existe
para
quien cree en la vida.
Y
sin embargo el miedo
agita
su figura.
Bien
pronto nos la inculcan
como
diosa imperfecta,
fría,
devoradora.
Pero
ella no respira,
ni
viaja, ni ama,
ni
seduce una mano,
ni
saborea la fruta;
no
penetra en el fondo
del
tacto que deleita.
Tan
sólo un día asoma
porque
el tiempo es frontera
e
igual que el día pasa
o
la flor se marchita,
y
la noche no implica
que
la luz no resurja,
nuestro
cuerpo requiere
de
su presencia un día.
Y
ella cierra los ojos
que
dan a otra manera
de
vadear las cosas
y
a la vez traspasarlas.
Mas
el tiempo permite
entrar
en la materia:
saborear
un rostro,
sentir
una navaja,
bajar
hasta la sima
clave
de una memoria.
Porque
la muerte nunca
viene
si no la llamas.
Ella
tan solo espera
como
en un ciclo el vuelo
de
la hoja que salta
del
árbol a la tierra
y
esa frágil distancia
el
aire la amortigua.
Mientras
las nubes pasan,
y
la tarde se aquieta,
o
se alza la mañana,
vendrá
como la música
que
ilumina las horas.
Duele
como una ausencia
porque
es cierto, separa.
Sin
embargo no hiere
a
quien lleva consigo,
ni
el fin es una sombra,
ni
el silencio vacía.
Su
quietud nos devuelve
a
una unidad primera.
Nuestra
mente es posible
que
acuda a la nostalgia.
Si
de nuevo contemplas,
perdura
la armonía.
* (En los primeros días de julio, la noticia de la muerte del compositor brasileño João Gilberto me llevó a oír de nuevo algunas de sus melodiosas canciones. Su familia habló de que había tenido un tranquilo morir, como muchas veces sucede y es posible. Con el sabor agradable de su música, quise escribir otro modo de concebir este final, pues en el fondo cada detalle de la vida sucede según nuestros deseos e ideas más profundas, y lo único inevitable para los que seguimos aquí es el dolor de la pérdida.)
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