Desde lo más profundo de la noche oigo trinar un pájaro. Desvelado, al oírlo, de otro modo amanece sin luz, al vibrar la apertura del canto en los sentidos. Ese son, al igual que la piel en el juego amoroso, con los ojos cerrados crea en el vuelo el poder de lo oscuro más allá del espacio que al sentir quiere verlo. Más de pronto, el ave se ha callado, ha debido volar y el inmenso silencio deja un túnel sin cauce donde vierte el vacío tras la clara y fugaz plenitud que es difícil contar. Ha cruzado la noche la señal encendida de una llave de oro que franquea un jardín no explorado adentro de los ojos y allí el ave recala en la fuente del pecho. En sus ondas, mi mano rozó el lado clemente de lo vivo, su latido distinto. Aferrado a su mínimo paso, aguardo su retorno. No el del pájaro que nos canta en la noche; en su encuentro de nuevo, la noche desplegada como un pájaro, los ojos que al abrirse contenían el cielo. Y el sonido era espacio, íntimo, indivisible, irrepetido.
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