Es un día de calor. Sin especial propósito.
Tomo el menú de un restaurante
habitual donde leo el periódico,
me siento junto a otros clientes,
algunos conocidos, los saludo,
y sin necesidad de más,
disfruto de comer y me distraigo.
Llega el postre. Me inclino por un flan
que no tomo hace tiempo.
Es fresco su sabor. Viene con nata.
Al verlo, me deslumbra un recuerdo
de mi madre. Su costumbre de hacerlos
para la cena algunas noches.
La veo en la cocina,
a la tarde, horas antes, preparándolo,
huelo el azúcar caramelizado
y su vaho en reposo hasta cuajar al enfriarse.
No aprendí como hacerlos. Pero distinguiría al instante
el recipiente humilde, la tapa irregular,
la mezcla de ingredientes al batirlos,
y su bullir al fuego. Siento también
esa disposición callada de mi madre
con que aromaba, sin querer, de este modo la casa,
a esa hora en que la luz se entibiece
prolongada al nimbar esa costumbre suya
que en el fondo era ofrenda.
La infancia era el tiempo de los dulces.
Mi madre, tan liviana y discreta,
inesperadamente reaparece
detrás de aquellos gestos
ilesos, interiormente libres y felices,
no exigidos por nadie, sólo suyos,
en su manera silenciosa
de estar y hacer sin dejar huella,
impregnando las cosas de su cariño tácito.
Y esa fragilidad del sentimiento,
inseguro pero sin duda necesario
para vivir, lo supo transmitir en lo minúsculo,
sigue estando tan próximo
como a veces las olas imprevistas
que nos mojan los pies,
y en esta orilla sucesiva del tiempo
basta un soplo furtivo
para inquietar de nuevo y conmovernos,
en esa indefensión de lo sensible
al fin y al cabo tan real y persistente.
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