domingo, 27 de julio de 2014

Silves

Cenefas verdes enmarcan las ventanas. Y de otros colores. Al sur el verano toma forma de aire húmedo, de luz intensa, sin matiz y marítima. En la ladera, calles de piedras desiguales serpentean y conducen a una manera de vivir silenciosa, ajena a la estridencia, reposada en sí misma, como a la espera de algo que tal vez nunca llegue, pero que ha impregnado de siempre cada forma. Preside una respiración callada la presencia escondida de los gestos y cuidados detalles. Es fácil encontrar a cualquier vuelta macetas y hasta flores que nacen entre las junturas como un pulso secreto ante la cal de las paredes. Más arriba, sobre ellas, una veleta ennegrecida desafía una burla. Y hay pináculos arriesgados que gravitan su mística. En tal calma, una fuente entre algunas palmeras llega a ser un derroche en una plaza. Lo demás es historia en su frágil burbuja.
 
El río llevaría a otro lugar, pero hace tiempo ha elegido los arcos que lo cruzan para venir, para quedarse. En alguna memoria fue posible el oasis. Lo presiente quien recorre este espacio. Hace siglos, alguien levantó aquí una hermosa leyenda para el amor y su palabra. Pasó el tiempo. Llegaron otros hombres de un poder diferente. Incapaces de entender como el agua atraía la umbría, y la sed, los frutales. Sus costumbres negaban que la luna evocara unos ojos.
 
 
* (De un reciente viaje al Algarve, esta imagen de Silves podía ser intercambiable con la de otras muchas poblaciones del sur de estas tierras portuguesas. Cuesta más encontrar en esta zona lugares así, tradicionales y con vestigios de historia y de arte, pero por fortuna subsisten entre la voracidad del cemento y el turismo masivo de algunos puntos de la costa. La inquietud del viaje siempre es la llave para descubrirlos. En Loulé, antiguo enclave árabe sobre otra colina, también quedaba un encanto especial en la vitalidad del presente y lo salvado de antiguo.)
  

 

1 comentario:

Luis Arroyo Masa dijo...

Gracias por la belleza de tus palabras al evocar paisajes de Portugal. Yo sigo amarrado al duro banco de una escayola tremenda (¡qué diría Góngora). Un abrazo, Luis.