I
Hay un poema que después de escribir ya no se escribe. O desde el que se darían de otro modo los siguientes poemas. Cuya entidad invisible refugiada en las manos las recubre. Sin sonidos ni imágenes, desde la aspiración a que contenga todo, y anticipe y procure lo que vemos. Un poema que entiende de un modo cotidiano lo que ocurre. Y al describirlo hable también desde su fondo. O mejor dicho, pronuncia lo que somos y en cuanto dice somos. Nombrar es existir. Por eso no es igual los nombres que se eligen o la realidad que ellos abren. Acierta el aire cuando requiere de la luz para trazar los perfiles del mundo, de cada laberinto imperceptible o inmensurable. Y en cualquier horizonte se hace claro e intenso percibir lo inmediato. No hay inquietud delante, ni en el cielo, ni en la roca o el ave. Es nuestro el desconcierto. Y saber persistir. ¿Quién de afuera responde a mi temblor si mi conciencia, pues comete ese riesgo de preguntar y siente, es breve y sometida a lo frágil? Y a la vez, ¿cómo escribir ese instante en que todo se ofrece sin sensación de límite?
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