Sus manos amarillas sobre la manta que le cubre
quieren dejar en orden todo,
apartan unas motas del mantel estirado,
mueven con persistencia suave sus enseres de nuevo,
y me cede de ellos una parte ya extraña
para sus ojos viejos. Casi en total silencio
el tiempo pasa lento en gestos circulares y continuos.
Lo que alcanza su brazo quiere cuidar del mundo
cuando ya su organismo se dispone vencido.
Hay horas invisibles y espacios hacia adentro
al aliento del cuerpo que resiste al vacío.
Tras el cristal del patio mueve el aire las flores
al temblor de su pulso,
o tal vez acontece, perdida la memoria,
lo que no conocimos y ahora mismo conduce
al tiempo transparente,
a la emoción que apresa un disuelto laberinto.
* (Tras la ficción de este poema hay detalles y recuerdos de mi última visita el verano pasado a un familiar ya muy afectado por el destrozo de esa enfermedad que es el parkinson, en esa inevitable etapa en la que nos despedimos de un mundo que seguro que aprecia el paso ligero de quienes como él lo recibieron y usaron como un hermoso legado en lo que fue e hizo, con ese esfuerzo suyo como la luz de la pintura para la que estuvo dotado o el esmero por el bien de sus seres queridos, tan claro y nunca en vano.)
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